La tarde del segundo jueves de cada mes nos reuníamos en el parque. Solo eran cuatro horas las consentidas por las autoridades, un pequeño respiro en el interminable tapiz de días grises y cielos cubiertos.
Los edificios, monolitos de hierro y cristal, se replegaban unos metros sobre su emplazamiento para permitir que la luz y el aire inundasen ese espacio. Era como si el propio paisaje se inclinara ante nosotros, regalándonos un momento de tregua, un instante de reconciliación con la naturaleza que apenas recordábamos.
Respirábamos.
Los edificios, monolitos de hierro y cristal, se replegaban unos metros sobre su emplazamiento para permitir que la luz y el aire inundasen ese espacio. Era como si el propio paisaje se inclinara ante nosotros, regalándonos un momento de tregua, un instante de reconciliación con la naturaleza que apenas recordábamos.
Respirábamos.