Aquella fue una de las noches más divertidas que pasé junto a él. No recuerdo haber parado de reír ni un solo minuto.
Le miraba y reía, nos mirábamos y reíamos. Era un sinfín de bromas, una danza de carcajadas que ninguno de los dos quería detener.
El mundo podía derrumbarse, pero en ese pequeño universo de risas todo estaba bien. Sus ojos chispeaban bajo la luz tenue de las farolas, reflejando la alegría desbordante de un instante perfecto.
—Para, para, por favor… —le supliqué entre jadeos, llevándome una mano al pecho—. Me va a dar algo de tanto reír.