23 de febrero de 2025

Noche


Aquella fue una de las noches más divertidas que pasé junto a él. No recuerdo haber parado de reír ni un solo minuto.

Le miraba y reía, nos mirábamos y reíamos. Era un sinfín de bromas, una danza de carcajadas que ninguno de los dos quería detener.

 

El mundo podía derrumbarse, pero en ese pequeño universo de risas todo estaba bien. Sus ojos chispeaban bajo la luz tenue de las farolas, reflejando la alegría desbordante de un instante perfecto.

 

—Para, para, por favor… —le supliqué entre jadeos, llevándome una mano al pecho—. Me va a dar algo de tanto reír.


16 de febrero de 2025

Mentira



Cuando yo era pequeño me gustaba sacar la lengua desde la ventanilla de atrás del coche de mi padre.

Me resultaba muy divertido, sobre todo en las paradas de los semáforos, mirar a los coches que se ponían a mi lado, yo siempre viajaba en el lado derecho, y cuando llegábamos al semáforo, sacaba la lengua. Abría mucho la boca para que mi gesto fuera más provocador aún. Notaba como mis labios se tensaban, mi boca alcanzaba su máxima apertura y las comisuras estaban a punto de estallar.

 

Era un gesto que duraba muy poco tiempo, apenas segundos, pero que a mí me resultaba de lo más obsceno. Pensaba que era un niño muy malo que traspasaba todas las reglas. Era un caso perdido.


9 de febrero de 2025

Eterna

 


De nuevo miró por la ventana del balcón de su habitación. La mañana era clara, aunque en el cielo persistían las nubes. Paseando hacia la entrada del parque, una señora guiaba a tres niños. ¿Serían sus hijos o sería una doncella que los acompañaba al jardín?

Percibió una sensación extraña en su cuerpo. El no haber sido madre era una idea que siempre estaba en su cabeza, torturándola. 

Eran dos varones y una hembra. Reían. Llevaban unos grandes aros que hacían rodar sobre la gravilla del camino de entrada, hacia la fuente. La niña abrazaba una muñeca enorme para su edad.

2 de febrero de 2025

Efímero



La tarde del segundo jueves de cada mes nos reuníamos en el parque. Solo eran cuatro horas las consentidas por las autoridades, un pequeño respiro en el interminable tapiz de días grises y cielos cubiertos. 
 
Los edificios, monolitos de hierro y cristal, se replegaban unos metros sobre su emplazamiento para permitir que la luz y el aire inundasen ese espacio. Era como si el propio paisaje se inclinara ante nosotros, regalándonos un momento de tregua, un instante de reconciliación con la naturaleza que apenas recordábamos.
 
Respirábamos.