El día no había empezado bien. Lo noté desde muy temprano.
Tomando el primer café supe que algo iba mal. Hay días, en los que parece que el mundo se conjura en tu contra antes incluso de salir de la cama. Es una sensación muy real. No importa lo que hagas porque ya te sientes derrotado, aunque no hayas librado aún ninguna batalla: perder es lo único que puedes hacer.
La reunión comenzó tarde y se alargó más allá del tiempo previsto. No sé cómo sucedió todo exactamente. Fue como una chispa devastadora que prende en un campo seco. Todo se desmoronó en cuestión de segundos. El ambiente se cargó de tensión, y el silencio se hizo denso como el humo en una habitación cerrada. Intenté en vano retroceder, pero ya era tarde.
Pensé en salir corriendo, en dejarlo todo atrás, como si la distancia fuera a borrar el error cometido. Pero me quedé ahí, paralizado, sintiendo el frío de la situación. Intenté respirar hondo, pero el aire no alimentaba mis pulmones.
Quise retroceder el tiempo, volver al inicio del día, a evitar aquella sensación con la que desperté, pero ya no había vuelta atrás. El daño estaba hecho.
Fue casi al final de la reunión, cuando ya todos estábamos al límite, agotados y vencidos después de tantas horas sin avanzar. Se discutía el mismo punto por enésima vez, dando vueltas improductivas a propuestas estúpidas. Los ánimos estaban tan tensos que cualquier chispa podía incendiarlo todo.
Y ese detonante fui yo.
No sé qué me hizo explotar. Quizás fue la insistencia de Martín en descalificar mi propuesta, su manera de interrumpirme una y otra vez con esa pose arrogante que tanto me irritaba. En un momento dado, sin apenas darme cuenta, perdí el control y grité furioso:
—¡Si eres tan listo y todo lo haces tan bien, pues hazlo tú! —le espeté, clavándole la mirada con rabia. — Siempre estás menospreciando el trabajo de los demás, como si tú fueras el único que tiene derecho a decidir. Pero no tienes ni puta idea de cómo nos sentimos el resto.
Noté el golpe de mis palabras en el rostro de Martín, como si lo hubiese atravesado. Súbitamente, un silencio descomunal cayó como una losa en la sala. Las personas sentadas en la mesa se miraron de reojo, incómodas, perturbadas, como si hubieran presenciado una traición en plena batalla.
Martín no respondió. Solo se levantó, tomó su ordenador y su cuaderno y salió de la sala, provocando un silencio aún más inmenso.
En ese momento, disfruté mi victoria como un desahogo necesario. Nadie me miraba. Noté que me temblaban los labios. Al instante, cuando fui consciente de lo que acababa de ocurrir, tuve una sensación asfixiante de que me ahogaba.
La reunión continuó tratando de devolver la normalidad a la situación, pero nadie podía concentrarse. La propuesta del proyecto quedó en suspenso, las tareas se aplazaron y, uno a uno, las personas del equipo fueron abandonando la sala con pretextos poco convincentes.
Yo me quedé solo, mirando la pantalla del portátil y los documentos desparramados por la mesa, como si fueran los restos de una batalla perdida. Me temblaban las piernas.
No podía sacarme de la cabeza la expresión de Martín. Esa mezcla de sorpresa y dolor, sin entender de dónde venía tanto reproche. Tal vez sí lo sabía, lo había visto venir y lo quiso ignorar.
Cuando finalmente volví a casa, creí que todo podía arreglarse, pero la sensación de derrota me acompañaba: sabía que había cruzado una línea que nunca debía haber rebasado. Me acosté preguntándome si valía la pena tanto esfuerzo por mantenerlo todo a flote cuando parecía que yo estaba condenado a hundirme de todos modos.
Entonces, un miedo frío se apoderó de mí.
Pensé en enviarle un mensaje, disculparme, reconocer mi error. Pero las palabras se atragantaban antes de siquiera escribirlas. ¿Qué podía decirle? ¿Que lo lamentaba? ¿Que estaba estresado y exploté? Ninguna excusa sería suficiente para reparar el daño.
Desperté con los músculos agarrotados y la sensación de que las piezas del rompecabezas de mi vida no encajaban. La noche había sido una catástrofe. Intranquila, ansiosa, plagada de pensamientos que me explotaban en la oscuridad. Mi cabeza volvía una y otra vez a la reunión, formando una imagen caótica e incomprensible.
Al día siguiente, al llegar a la oficina, todo estaba extrañamente tranquilo. Una parte del equipo me miraba con cautela; otras personas evitaban el contacto visual. Me sentí un extraño en mi propio espacio de trabajo.
El día avanzó sin que tuviera noticias de él. Al final de la jornada, mientras recogía mis cosas con pesadumbre, me di cuenta de que estaba delante de la puerta de mi despacho.
—Hola —dije nervioso, intentando sonar casual.
—Hola —respondió, sin mirarme.
Había algo en su postura que me incomodaba, como si estuviera conteniendo una explosión. No era la primera vez que lo veía así, pero esta vez había algo diferente.
—¿Todo bien? —alcancé a decir con un mínimo hilo de voz.
—No lo sé —dijo, y finalmente me miró. Tenía los ojos enrojecidos.
Guardé silencio, esperando a que continuara.
—A veces siento que todo lo que hacemos no tiene ningún sentido —soltó de golpe—. Que nos estamos desgastando en una rutina que no nos lleva a ninguna parte.
Aquello me sacudió de lleno. No esperaba que el conflicto fuera así de grande, tan profundo. Pensé que lo había interpretado como algo puntual, como una discusión fuera de lugar. Pero lo que decía sonaba mucho más grave.
—¿Te refieres al trabajo? —pregunté, intentando entender.
—A todo —dijo, y su voz tembló un poco—. Al trabajo, a nosotros, a lo que somos.
El aire se espesó. Había algo en la manera en que pronunció la frase que me hizo pensar que ya había tomado una decisión y solo estaba preparando el momento propicio para lanzarla.
—No sé si puedo seguir así —añadió, tragando saliva como si le doliera decirlo—. Si quiero seguir así. De esta manera.
Y entonces, me derrumbé por dentro. Sentí el peso de todo lo que habíamos construido desplomarse sobre mí. Me obligué a mantener la compostura, a no perder el control.
—Martín, mírame —le dije, acercándome más—. Sé que las cosas están complicadas, pero no puedes decir que lo que tenemos es una rutina. No lo es.
Me miró como si estuviera buscando la respuesta correcta en mi cara, algo que pudiera darle alivio. Pero su expresión seguía siendo de agotamiento, de derrota.
—Estoy cansado —susurró—. Cansado de sentirme atrapado.
—Anoche soñé que te ibas —le confesé—. Que te hartabas de todo esto y me dejabas. Y tengo una angustia que no he podido quitarme en todo el día.
El silencio se extendió incómodo entre los dos. No sabía si preguntar o esperar a que él hablara. Al final, fue él quien rompió la tensión.
—No voy a irme a ninguna parte —respondió.
—¿Lo estás diciendo en serio? —insistí, como si necesitara que lo jurara frente a un tribunal invisible.
—A veces no sé si vale la pena seguir intentándolo —confesó, y su voz tembló un poco.
—Claro que vale la pena —repliqué con más fuerza de la que sentía—. Todo esto... tú y yo... vale la pena.
Se quedó de nuevo en silencio.
—No quiero perderte —dije al final, y mi voz era tan baja que no sabía si me había oído—. Pero tampoco quiero que te hundas conmigo.
Martín me observó con los ojos brillantes, como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar. Dio un paso hacia mí, titubeando, y me quedé quieto, dejándolo acercarse.
Nos quedamos así, en silencio, mientras el caos alrededor parecía detenerse por un instante. Me di cuenta de que, a pesar de todo el miedo y la incertidumbre, el simple hecho de estar ahí, sosteniéndolo, era suficiente para ambos. Y en ese momento entendí que, pasara lo que pasara, íbamos a enfrentarlo juntos.
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