Siempre hay algo en el odio que se perpetúa, como si el rencor fuera una herencia tan legítima como una casa, una finca o el ganado.
En este pueblo, lo sabemos bien. Aquí, los muros no son solo de piedra, están hechos de palabras atragantadas y miradas torcidas. Hay familias que llevan generaciones odiándose por razones que ya nadie recuerda del todo y cuyo rencor ha generado un pacto sagrado.
Es un odio antiguo, nacido de algo que tal vez fue un malentendido, una traición o un gesto torcido que desencadenó una guerra silenciosa. Quizá una palabra dicha en el momento equivocado o unas lindes disputadas. Nadie sabe con certeza el origen, pero todos lo perpetúan como si fuera una deuda que aún estuviera por saldarse. Con los años, la historia se ha ido deformando igual que un hilo que se enreda hasta formar un nudo imposible de deshacer.
Los abuelos murieron rumiando el rencor, convencidos de que aquella afrenta era imperdonable. Los padres crecieron escuchando historias de enemistad contadas en voz baja. Y los nietos heredaron el desprecio como se heredan los nombres o las tierras: sin cuestionarlo, simplemente aceptando que aquello formaba parte de su identidad.
El odio ha echado raíces profundas, y arrancarlas sería tan doloroso como quedarse sin tierra bajo los pies. Así que siguen aborreciéndose por inercia, porque así lo dicta la costumbre. Porque romper el ciclo sería un acto de traición hacia quienes ya no están. Y aunque a veces los más jóvenes se pregunten qué sentido tiene seguir alimentando ese rencor, se siguen ignorando en la calle. Porque eso es lo que han aprendido a hacer: persistir en un resentimiento que ya nadie sabe explicar.
Justa llega cada domingo a la iglesia, con un vestido modesto y el rosario firme entre los dedos. No importa que el cielo se desplome o el mundo se caiga a pedazos: la misa dominical no se exime.
Hoy viene más resuelta que de costumbre, pero se nota que algo la remueve por dentro. Se sienta en el tercer banco, justo detrás de la figura de San Fiacro, y desde ahí atisba el horizonte de cabezas en busca de su enemigo. Porque ella no lo llama por su nombre, nunca lo ha hecho, nunca lo hará. Es simplemente “su enemigo”, como si esa fuera su verdadera identidad.
Y ahí está él, al otro lado del pasillo, con su espalda recta y el gesto endurecido, con apenas pelo en las sienes, como si la presencia de Justa le pesara en los hombros.
Ella me susurra con rabia contenida:
—El pecado lo lleva en la cara. No hay más que verle.
Yo asiento, porque no hay nada que decir cuando Justa tiene un arrebato de cólera.
Al fin y al cabo, llevo años escuchándola maldecir a esa familia, desde que era una chiquilla y su padre le enseñó que aquellos eran sus enemigos. Pero a veces me pregunto si Justa entiende este odio o simplemente lo ha aceptado como parte de su naturaleza, como una característica más de su persona, como la cojera que la acompaña desde niña.
La misa avanza, entre cánticos y plegarias, y llega el momento de la paz. Justa cierra los ojos con fuerza, como si el solo hecho de tener que compartir la paz con él fuera una prueba enviada directamente desde el cielo. Traga saliva, y yo casi puedo escuchar cómo se le atragantan las palabras de reconciliación que nunca pronunciará. Al final, cede. Porque en la iglesia, el orgullo se disfraza de humildad.
—Venga, acompáñame —me ordena.
Se levanta, y con pasos medidos avanza hacia su enemigo, que, extrañado, también se pone de pie. Es un acto teatral, casi una danza de miradas desafiantes.
Cuando están frente a frente, Justa extiende la mano. Él hace lo mismo de forma automática. Las palmas se encuentran, rígidas, sudorosas, ásperas, casi reacias al contacto, pero el gesto se cumple.
Un segundo eterno.
Justa le mira a los ojos y dice, con una voz que destila hiel:
—No me va a alcanzar la vida para arrepentirme de haber venido aquí. Pero aquí estoy.
Y sin esperar respuesta, retira brusca la mano, vuelve a su banco y se arrodilla, como si el contacto le hubiera dejado una quemadura que necesitase aliviar con oración.
Me siento a su lado y la veo cerrando los ojos, apretando el rosario hasta que los nudillos se le ponen blancos. La conozco lo suficiente para saber que está luchando con algo más profundo que el odio.
La misa termina y la gente se dispersa en grupos pequeños, charlando en la puerta de la iglesia. El rumor ya ha recorrido el pueblo: Justa y su enemigo se han dado la paz en la iglesia. Unos dicen que es una traición a la memoria de los muertos, otros que ha sido un acto de redención.
Justa sale con paso firme, pero en cuanto cruzamos la plaza, me pide que nos detengamos un momento. Se sienta en un banco, y en sus ojos hay un brillo extraño, como si hubiera algo que no sabe cómo procesar.
—No sé qué me pasa —murmura, con la voz debilitada—. Toda la vida odiándolo... y cuando le di la mano sentí algo raro. No sé si fue culpa o miedo. Como si me estuviera traicionando a mí misma.
Se queda en silencio, atrapada en sus propios pensamientos, y yo la observo, intentando comprender esa grieta que se ha abierto en su interior. Por un momento, Justa parece más pequeña, vulnerable, como si el peso de los años de rencor la estuviera aplastando de golpe.
—Justa —digo al fin, con cautela— el odio se acostumbra a vivir en nosotros como una enfermedad. Se enraíza, se aferra a las entrañas, y con el tiempo se vuelve parte de lo que somos. Y cuando lo desafiamos, aunque sea por un instante, se revuelve como una bestia herida, tratando de recuperar su lugar.
Ella baja la mirada y aprieta los labios, como si estuviera intentando retener algo que amenaza con desbordarse. Nunca la había visto así: desarmada, rota por dentro. Siempre fue firme en su resentimiento, orgullosa de esa furia heredada. Pero ahora hay algo distinto en su mirada.
—¿Y si... —comienza, pero la voz se le quiebra— y si todo esto ha sido en vano? ¿Y sí odiar no sirvió de nada?
El silencio pesa entre nosotras, denso y afilado, como un secreto que al fin se atreve a salir a la superficie. No me atrevo a responderle, porque en el fondo sé que tiene razón, y admitirlo sería arrancar de raíz todas esas certezas que la han sostenido durante tanto tiempo.
—No lo sé, Justa —susurro—. A veces es más fácil odiar que preguntarse por qué lo hacemos. Porque si descubres que no hay motivo, el vacío que queda es insoportable. Y llenarlo no siempre es posible.
Ella me mira, y en sus ojos ya no hay rabia, solo una tristeza profunda que parece nacer de muy dentro.
—¿Y ahora qué hago? —pregunta, como si realmente esperara que yo tuviera la respuesta.
—No lo sé —respondo con honestidad—. Pero tal vez sea hora de dejar de cargar con lo que no te pertenece.
En este pueblo, lo sabemos bien. Aquí, los muros no son solo de piedra, están hechos de palabras atragantadas y miradas torcidas. Hay familias que llevan generaciones odiándose por razones que ya nadie recuerda del todo y cuyo rencor ha generado un pacto sagrado.
Es un odio antiguo, nacido de algo que tal vez fue un malentendido, una traición o un gesto torcido que desencadenó una guerra silenciosa. Quizá una palabra dicha en el momento equivocado o unas lindes disputadas. Nadie sabe con certeza el origen, pero todos lo perpetúan como si fuera una deuda que aún estuviera por saldarse. Con los años, la historia se ha ido deformando igual que un hilo que se enreda hasta formar un nudo imposible de deshacer.
Los abuelos murieron rumiando el rencor, convencidos de que aquella afrenta era imperdonable. Los padres crecieron escuchando historias de enemistad contadas en voz baja. Y los nietos heredaron el desprecio como se heredan los nombres o las tierras: sin cuestionarlo, simplemente aceptando que aquello formaba parte de su identidad.
El odio ha echado raíces profundas, y arrancarlas sería tan doloroso como quedarse sin tierra bajo los pies. Así que siguen aborreciéndose por inercia, porque así lo dicta la costumbre. Porque romper el ciclo sería un acto de traición hacia quienes ya no están. Y aunque a veces los más jóvenes se pregunten qué sentido tiene seguir alimentando ese rencor, se siguen ignorando en la calle. Porque eso es lo que han aprendido a hacer: persistir en un resentimiento que ya nadie sabe explicar.
Justa llega cada domingo a la iglesia, con un vestido modesto y el rosario firme entre los dedos. No importa que el cielo se desplome o el mundo se caiga a pedazos: la misa dominical no se exime.
Hoy viene más resuelta que de costumbre, pero se nota que algo la remueve por dentro. Se sienta en el tercer banco, justo detrás de la figura de San Fiacro, y desde ahí atisba el horizonte de cabezas en busca de su enemigo. Porque ella no lo llama por su nombre, nunca lo ha hecho, nunca lo hará. Es simplemente “su enemigo”, como si esa fuera su verdadera identidad.
Y ahí está él, al otro lado del pasillo, con su espalda recta y el gesto endurecido, con apenas pelo en las sienes, como si la presencia de Justa le pesara en los hombros.
Ella me susurra con rabia contenida:
—El pecado lo lleva en la cara. No hay más que verle.
Yo asiento, porque no hay nada que decir cuando Justa tiene un arrebato de cólera.
Al fin y al cabo, llevo años escuchándola maldecir a esa familia, desde que era una chiquilla y su padre le enseñó que aquellos eran sus enemigos. Pero a veces me pregunto si Justa entiende este odio o simplemente lo ha aceptado como parte de su naturaleza, como una característica más de su persona, como la cojera que la acompaña desde niña.
La misa avanza, entre cánticos y plegarias, y llega el momento de la paz. Justa cierra los ojos con fuerza, como si el solo hecho de tener que compartir la paz con él fuera una prueba enviada directamente desde el cielo. Traga saliva, y yo casi puedo escuchar cómo se le atragantan las palabras de reconciliación que nunca pronunciará. Al final, cede. Porque en la iglesia, el orgullo se disfraza de humildad.
—Venga, acompáñame —me ordena.
Se levanta, y con pasos medidos avanza hacia su enemigo, que, extrañado, también se pone de pie. Es un acto teatral, casi una danza de miradas desafiantes.
Cuando están frente a frente, Justa extiende la mano. Él hace lo mismo de forma automática. Las palmas se encuentran, rígidas, sudorosas, ásperas, casi reacias al contacto, pero el gesto se cumple.
Un segundo eterno.
Justa le mira a los ojos y dice, con una voz que destila hiel:
—No me va a alcanzar la vida para arrepentirme de haber venido aquí. Pero aquí estoy.
Y sin esperar respuesta, retira brusca la mano, vuelve a su banco y se arrodilla, como si el contacto le hubiera dejado una quemadura que necesitase aliviar con oración.
Me siento a su lado y la veo cerrando los ojos, apretando el rosario hasta que los nudillos se le ponen blancos. La conozco lo suficiente para saber que está luchando con algo más profundo que el odio.
La misa termina y la gente se dispersa en grupos pequeños, charlando en la puerta de la iglesia. El rumor ya ha recorrido el pueblo: Justa y su enemigo se han dado la paz en la iglesia. Unos dicen que es una traición a la memoria de los muertos, otros que ha sido un acto de redención.
Justa sale con paso firme, pero en cuanto cruzamos la plaza, me pide que nos detengamos un momento. Se sienta en un banco, y en sus ojos hay un brillo extraño, como si hubiera algo que no sabe cómo procesar.
—No sé qué me pasa —murmura, con la voz debilitada—. Toda la vida odiándolo... y cuando le di la mano sentí algo raro. No sé si fue culpa o miedo. Como si me estuviera traicionando a mí misma.
Se queda en silencio, atrapada en sus propios pensamientos, y yo la observo, intentando comprender esa grieta que se ha abierto en su interior. Por un momento, Justa parece más pequeña, vulnerable, como si el peso de los años de rencor la estuviera aplastando de golpe.
—Justa —digo al fin, con cautela— el odio se acostumbra a vivir en nosotros como una enfermedad. Se enraíza, se aferra a las entrañas, y con el tiempo se vuelve parte de lo que somos. Y cuando lo desafiamos, aunque sea por un instante, se revuelve como una bestia herida, tratando de recuperar su lugar.
Ella baja la mirada y aprieta los labios, como si estuviera intentando retener algo que amenaza con desbordarse. Nunca la había visto así: desarmada, rota por dentro. Siempre fue firme en su resentimiento, orgullosa de esa furia heredada. Pero ahora hay algo distinto en su mirada.
—¿Y si... —comienza, pero la voz se le quiebra— y si todo esto ha sido en vano? ¿Y sí odiar no sirvió de nada?
El silencio pesa entre nosotras, denso y afilado, como un secreto que al fin se atreve a salir a la superficie. No me atrevo a responderle, porque en el fondo sé que tiene razón, y admitirlo sería arrancar de raíz todas esas certezas que la han sostenido durante tanto tiempo.
—No lo sé, Justa —susurro—. A veces es más fácil odiar que preguntarse por qué lo hacemos. Porque si descubres que no hay motivo, el vacío que queda es insoportable. Y llenarlo no siempre es posible.
Ella me mira, y en sus ojos ya no hay rabia, solo una tristeza profunda que parece nacer de muy dentro.
—¿Y ahora qué hago? —pregunta, como si realmente esperara que yo tuviera la respuesta.
—No lo sé —respondo con honestidad—. Pero tal vez sea hora de dejar de cargar con lo que no te pertenece.
© Texto e imágenes. Sgn. 2025
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