Curvas y más curvas que parecían no tener fin, como si estuviera metido en el interior de un tornillo que no hacía más que dar vueltas.
Aquello empezó a mosquearme, aunque ya había estado en ese aparcamiento en otras ocasiones, siempre que visitaba el centro comercial.
Lo elegía por la dificultad que entrañaba para acceder. Había que saber muy bien la ruta para poder llegar allí. Las sucesivas y permanentes obras en la ciudad habían convertido esa calle en una especie de lugar oculto pero que seguía teniendo uno de los aparcamientos mejor situados de la zona. Por eso me gustaba.
La bajada en espiral me iba mostrando una variedad de objetos que chocaban entre sí. Me fui encontrando expositores antiguos de una posible feria del libro. Maniquíes incompletos que representaban cuerpos de mujeres sin brazos, torsos de hombres o niños sin cabeza. Tenían aspecto de llevar allí una eternidad, como si un traslado, en inicio provisional, los hubiera olvidado.
También había carteles. De muy diferentes campañas y de variadas épocas. Las modas tenían aquí un gran escaparate. Los peinados, las ropas o el maquillaje de las imágenes atestiguaban cómo el tiempo dicta unas pautas de belleza que acaban repitiéndose.
Todo esto se sucedía ante mis ojos según descendía por la rampa.
Cada vez hacía más calor, pero lo achaqué a la situación, a la bajada interminable.
En un tramo, la luz cambió de manera radical. Se tornó más amarillenta, con menor intensidad.
—A este paso tengo que sacar la linterna —dije en voz alta, comentando la situación a un acompañante imaginario.
Lo asombroso comenzó poco más tarde.
En la rampa de bajada me empecé a cruzar con personas que caminaban unas en dirección descendente, como yo, y otras intentando remontar la pendiente.
—Joder, ¿qué cojones pasa aquí? —grité.
Eran personas extrañas, como de otra época. Vestidas con ropa que no era la actual. Algunos llevaban uniformes militares antiguos, otros vestían trajes de los años veinte. Incluso vi a una mujer con un vestido largo y encajes, como recién salida de una novela victoriana.
Lo que más me inquietó fue que ninguno me miraba. Caminaban con la vista fija al frente, ajenos a mi presencia, como si yo no existiera. Al principio pensé que era una especie de feria histórica, un extraño carnaval, pero algo en la expresión vacía de sus rostros me hizo sentir un escalofrío.
El descenso seguía siendo interminable, y aunque el calor se hacía más denso y pegajoso, lo que de verdad empezaba a inquietarme era el desfile, cada vez más abundante, de figuras humanas que aparecían a cada tramo.
—Pero ¿qué está pasando? —volví a gritar.
Parecía una especie de procesión de épocas pasadas, cada una con su propio estilo. Algunos caminaban sin prisa, como si conocieran cada recoveco de aquel laberinto. Otros subían la rampa con una expresión de derrota, como si estuvieran huyendo de algo que yo aún no había alcanzado a ver.
Me fijé en las matrículas de los coches aparcados, buscando alguna información, esperando que una fecha o un modelo me dieran alguna pista, pero eran antiguos, algunos incluso imposibles de reconocer.
El tiempo parecía haberse detenido en una acumulación caótica de épocas, una superposición de décadas que habían perdido su rumbo y ahora coexistían de manera absurda e irracional.
Los mismos maniquíes, los mismos carteles, los mismos rostros antiguos se repetían una y otra vez. En ese momento, una mujer vestida con un abrigo de pieles pasó a mi lado, murmurando algo en un idioma que no entendí. Tras ella, un hombre con sombrero de copa y bastón caminaba con paso firme, ignorándome por completo.
Al final, exhausto y sin aliento, decidí detener mi vehículo, esperando a que alguien viniera a darme respuestas y ayudarme. Pero en el fondo sabía que era imposible. El tiempo me había atrapado en esa trampa de curvas y giros inútiles, y yo era otro de esos aparecidos que vagaban sin destino.
Saqué la cabeza por la ventanilla y miré hacia abajo, buscando algún indicio que me mostrara si la salida estaba cerca, pero la rampa parecía estirarse más y más, como si el tiempo mismo estuviera jugando conmigo, alargando la distancia entre el presente y el pasado.
No había manera de dar la vuelta.
Respiré hondo.
—Si esto es una especie de broma, no tiene ni puta gracia —vociferé mientras se escapaba una mueca de pavor de mi boca.
El calor se volvió insoportable y me vi obligado a desabrocharme la chaqueta. El aire era denso, pesado, como si estuviera respirando los restos de todas esas décadas acumuladas.
Entonces, hipnotizado y aterrado, lo vi. Al fondo, en el lugar donde solía aparcar, estaba mi coche.
Arranqué de nuevo y me aproximé.
¿Cómo podía ser? Había bajado al menos quince plantas. Sin embargo, ahí estaba, idéntico al mío, con la puerta ligeramente abierta y la radio encendida.
Con el corazón martilleando, me acerqué y miré dentro.
El asiento del conductor estaba vacío, pero había algo extraño en el vehículo. Al asomarme, vi mi imagen reflejada en el espejo retrovisor, pero no era yo. El hombre del espejo tenía el rostro envejecido, surcado de arrugas y el cabello completamente cano. Me quedé paralizado, incapaz de apartar la mirada.
Corrí hacia mi coche, del que me acababa de bajar, pero ya no estaba. Solo quedaba el espacio vacío y oscuro de la rampa.
Entonces regresé al coche aparcado. Giré la llave y arranqué con manos temblorosas y seguí descendiendo, sabiendo que, la rampa no llevaba a ningún sitio porque ya estaba allí.
© Texto e imágenes. Sgn. 2025
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