29 de diciembre de 2024

Miradas


Ana no respira.


Hay un gran tumulto a la salida del puerto. Gritos, carreras, órdenes. El impacto contra el malecón ha convertido la barca en un amasijo de maderas y astillas. Se oyen sirenas de fondo y la tormenta estalla. La lluvia hace que los curiosos busquen refugio.


Ana permanece tumbada.


El agua que sigue cayendo copiosamente barniza las piedras del puerto dotándolas de un falso brillo.


Mario no se ha movido de su lado. Tiene un golpe en la cabeza, está empapado, pero sonríe. El brillo de las piedras también ilumina la sangre de su rostro. Ana abre los ojos. También sonríe.

Las luces rojas y azules parpadean como un latido constante entre la oscuridad de la tormenta. El puerto se ha convertido en un escenario caótico: sanitarios que despliegan camillas, policías que intentan dispersar a la multitud curiosa, voces que se cruzan y se pisan unas a otras, confundidas por el estruendo de la lluvia.


Mario sigue sentado en el suelo, al lado de Ana, sin apartar la mirada de sus ojos abiertos y brillantes. El golpe en su frente sigue sangrando, pero a él no parece importarle. Lo único que le importa es que Ana lo está mirando, que sigue viva, que sigue allí.


Porque hace un momento estaba seguro de que se había ido, de que la barca había escupido su cuerpo contra el malecón con tal violencia que nunca más volvería a respirar. Pero ahí está. Sonriendo. Y Mario siente un alivio tan brutal que casi se echa a reír.


—Señor, no se mueva —le dice un médico, inclinándose hacia él.


Mario asiente, pero no aparta la vista de Ana. Ella también está sonriendo, aunque hay algo extraño en su expresión, algo que él no termina de comprender. Quizás sea el cansancio. Quizás sea el golpe en la cabeza que lo tiene mareado y con ganas de vomitar. Pero no. Es algo en sus ojos. Algo que parece estar diciéndole que las cosas no están bien, que nada de esto tiene sentido.


El médico revisa sus heridas y luego se inclina sobre Ana. Le toma el pulso y observa sus pupilas con una pequeña linterna. Mario sigue sonriendo, seguro de que todo está bien, de que lo peor ya ha pasado. Pero entonces el médico frunce el ceño y se vuelve hacia su compañero.


—Llama al forense —dice en voz baja, creyendo que Mario no lo escuchará.


Pero Mario lo escucha. Y su sonrisa se desvanece.


—¿Qué cojones estás diciendo?, pregunta, intentando incorporarse.

 

El médico lo obliga a quedarse en el suelo.


—Tranquilo, señor. Está conmocionado. Tenemos que revisar su cabeza.


—¿Qué le pasa a Ana?, insiste Mario, con un nudo en la garganta.


El médico duda un momento antes de responder.


—Lo siento, señor. Su acompañante no presenta signos vitales.


Mario lo mira como si no comprendiera. Luego vuelve la vista hacia Ana. Ella sigue sonriendo, con los ojos abiertos, mirándolo fijamente. No puede ser. No puede ser cierto. Ana está viva. Le está mirando. Está sonriendo. ¿Por qué dicen que está muerta?


—Eso es imposible, susurra Mario, sintiendo que el mundo se tambalea bajo sus pies. ¡Está viva! ¡Lo sé! ¡La estoy viendo!


Los sanitarios intercambian miradas incómodas. Uno de ellos intenta calmar a Mario mientras el otro continúa trabajando, cubriendo el cuerpo de Ana con una manta térmica. Pero Mario no puede apartar la vista de esos ojos brillantes que lo miran desde el suelo. Esos ojos que, ahora que lo piensa, han dejado de parpadear.


—Ana, murmura, con la voz rota.


Y entonces lo entiende. La sonrisa. Esa sonrisa congelada que tanto lo tranquilizó al principio. Una sonrisa que no cambia, que permanece fija, como una máscara inamovible en el rostro de la mujer que ama.


La barca, el choque, el agua helada que los envolvió cuando el casco se partió en dos. El golpe brutal contra el malecón. Mario recuerda haber luchado por mantenerla a flote, por agarrarla cuando la corriente los arrastraba. Recuerda sus manos resbalando por la piel fría de Ana, el instante en que creyó perderla bajo la superficie. Y después, el silencio.


Mario siente que el pecho se le comprime. Quiere gritar, romper la realidad con sus manos desnudas. Pero en lugar de eso, solo puede quedarse allí, temblando bajo la lluvia, observando como el brillo en los ojos de Ana se apaga lentamente mientras su sonrisa permanece intacta.


De repente, un policía se acerca y le pone una mano en el hombro.


—Señor, vamos a llevarlo al hospital. Está herido.


Mario asiente, pero sigue mirando a Ana. Quiere decirle que lo siente, que todo fue su culpa, que debió ser más prudente, que debió escuchar cuando ella le dijo que la tormenta estaba demasiado cerca. Pero no hay palabras. Solo hay lluvia, luces parpadeantes y el frío insoportable que le cala hasta los huesos.


Antes de que lo suban a la ambulancia, echa un último vistazo a la figura inmóvil de Ana. El puerto se ha convertido en un caos de voces y movimientos, pero en el centro de todo, ella sigue sonriendo. Una sonrisa que, ahora lo sabe, es solo un reflejo irónico de lo que nunca pudo evitar: perderla para siempre.


El motor de la ambulancia arranca y Mario cierra los ojos, dejándose arrastrar por el dolor y el arrepentimiento. Tal vez en el hospital le digan que todo fue un error, que Ana está bien, que fue solo una confusión. Pero en el fondo sabe que esa sonrisa petrificada lo perseguirá siempre, recordándole que hay caídas que no pueden arreglarse, por mucho que uno quiera volver atrás.


© Texto e imágenes. Sgn. 2024

 


 

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