Catalina presionó el botón del ascensor con insistencia, como si al hacerlo pudiera acelerar el tiempo. El piloto se iluminó al fin. Se retrasaba y qué. Aquel tipo de detalles, insignificantes para ella, eran motivo de murmuraciones para otros. Nadie se atrevería a cuestionarla.
—¿Qué soy mala? ¡Qué sabrán esos de maldad!, pensó, mientras la puerta del ascensor se deslizaba hacia un lado, revelando un espacio lleno de miradas disimuladas.
Las dos secretarias la saludaron con una sonrisa cautelosa. Los dos rostros, pálidos y estirados, apenas lograban ocultar la tensión. Catalina sabía que la llaman la dañina.
Con cada paso que daba, la atmósfera en la sala se volvía más pesada. El aire, espeso, cargado de una electricidad oscura, amenazaba con estallar en cualquier momento.
—Buenos días, señoritas, dijo, sin ni siquiera mirar a las dos empleadas que, al mismo tiempo, se inclinaban levemente en señal de respeto. Sus ojos no se atrevieron a mirarla directamente, y el silencio que se apoderó de la sala hizo que las otras conversaciones se disiparan al instante.
—Buenos días, doña Catalina, respondieron en coro, sus voces apenas un susurro. Nadie osaba hablar demasiado alto frente a ella. Catalina no les prestó atención. La poderosa figura de la jefa siempre había sido sinónimo de terror y control absoluto. Nadie en esa sala podía permitirse mostrar una debilidad, no con ella ahí, no bajo su mirada implacable.
El rostro de Catalina permaneció impasible mientras caminaba hasta su despacho. Todos sabían que la compañía era su reino y que los empleados no eran más que peones en el tablero de su juego. Había logrado erigirse como una figura despiadada, nadando siempre entre manipulaciones y decisiones frías que habían hecho que su imperio empresarial creciera a pasos agigantados. La competencia temía su nombre, y sus empleados sólo la temían a ella.
El hermano, Ventura, ya estaba allí, con su típica cara de tensión. Él no era como los demás, pero eso no lo hacía menos cautivo del mundo que ella había creado. Catalina se sentó en su sillón sin decir palabra, observándolo con frialdad. Ventura, como siempre, tenía esa actitud de superioridad que tanto la exasperaba, pero hoy no iba a permitir que sus aires de niño mimado la molestaran.
—Catalina, comenzó él con un tono grave y lleno de reproche. Los números no están funcionando. Esto no va como debería, y lo sabes. Debemos hacer ajustes. Ser más agresivos.
Catalina se reclinó en el sillón, una sonrisa entre divertida e irónica apareció en sus labios.
—¿Ajustes? claro, Ventura, más ajustes. Pero dime, ¿qué quieres ajustar exactamente?, ¿nuestros empleados?, ¿nuestros clientes? ¿o tal vez tus expectativas?
Ventura se tensó visiblemente.
—Sabes perfectamente de lo que estoy hablando. Este mes hemos bajado un 3% en ventas. Esto no se puede ignorar.
Catalina lo miró fijamente, clavando sus ojos fríos en él.
—Y, sin embargo, sigues creyendo que todo lo que hacemos es por algo más que por el dinero. ¿Recuerdas cuando llegamos aquí, Ventura? No fue gracias a tus buenas ideas ni a tus cálculos. Fue gracias a mí, a lo que soy capaz de hacer con la gente. El negocio no tiene sentimientos. Las emociones son para los débiles.
Su hermano sintió como si le escupieran. Ventura apretó los dientes, pero no dijo nada. Sabía que Catalina siempre estaba un paso por delante. Siempre tenía un as bajo la manga, siempre un argumento a última hora para callar a todos los que osaban cuestionarla. Sabía que disfrutaba cada segundo de esa confrontación, de esa incertidumbre que se reflejaba en su propio rostro.
—De todos modos, continuó Catalina, te recuerdo que a mí no me afectan esos números. El éxito de la empresa no depende de esas cifras fluctuantes, sino de cómo manejamos el poder. Y yo soy el poder aquí, Ventura.
Un escalofrío recorrió la sala cuando Catalina terminó la frase, una sensación palpable de incomodidad que nadie se atrevió a disipar. Sabían que lo que ella decía no era solo una afirmación, sino la realidad.
En ese momento, uno de los empleados se acercó a la puerta, temeroso de interrumpir. Catalina lo observó, y el joven no tardó en entrar, mirando al suelo, con la cabeza baja.
—¿Qué quieres?, dijo ella con tono autoritario, no dispuesta a esconder su impaciencia.
—El… el informe que pidió, doña Catalina, dijo el hombre, extendiendo una carpeta con las manos temblorosas.
Catalina la tomó sin dar demasiada importancia al gesto. Sólo una mirada y el hombre abandonó de la sala, casi corriendo, aliviado de haber cumplido con su deber sin sufrir consecuencias inmediatas.
—Haz lo que sea necesario, Ventura, dijo finalmente, volviendo la mirada hacia su hermano. Pero recuerda algo: no existe la misericordia en este mundo. Ni para ti, ni para nadie. Y si te atreves a seguir cuestionando mis decisiones, no necesitaré nada para hacerte desaparecer.”
Ventura respiró hondo con una tensión palpable. Pero en su interior, algo se quebró. Por primera vez, lo entendió. Catalina había estado siempre allí, observando, esperando el momento perfecto. Ella no era su hermana, no era la mujer con la que había crecido. Era su enemiga, su depredadora. Y eso lo aterraba más de lo que podía admitir.
Con una última mirada fría, Catalina se levantó de su sillón.
—Ahora, vete. Haz lo que tienes que hacer.
—Te has equivocado, Catalina, dijo su hermano con una suavidad inesperada. Te has olvidado de una cosa. De aquí no se puede salir. Y si tú caes, todos caemos.
Catalina no respondió de inmediato. En lugar de eso, dio un paso atrás, un leve movimiento que hizo que todos contuvieran el aliento. Luego, levantó la cabeza, mirando a todos por igual, como si estuviera en presencia de fantasmas dijo:
—Lo sé.
Y sonrió. Una sonrisa oscura, venenosa, cargada de desprecio, como una promesa silenciosa de venganza.
—Pero no olvides nunca que soy yo quien dicta las reglas del juego.
© Texto e imágenes. Sgn. 2024
Las Doña Catalina abundan más de lo que pensamos. Magnífico texto, como todos los tuyos
ResponderEliminar