1 de diciembre de 2024

Gasolinera

 


Estoy sentada en una incómoda banqueta frente a la caja.

 

El mar, siempre presente, parece burlarse de mí con su sonido constante. Lo oigo sin esfuerzo, como si el viento, que no ha dejado de soplar desde esta mañana, me lo susurrara al oído. Pero no es el mar lo que me inquieta, sino esa sensación de que el tiempo hoy ha decidido que no se mueve. Las agujas del reloj están detenidas, tomándose un descanso, dejándome atrapada en este eterno instante de espera.

 

Miro hacia el contador: dos personas han parado aquí desde que empecé el turno.

 

Dos.

 

Es todo lo que ha pasado en este rincón olvidado de la carretera.

Ellos llegan, les doy el servicio, intercambiamos unas palabras, y se van. Me miran como si estuvieran viendo a una extraña perdida en medio de una carretera. Yo les devuelvo la mirada como si estuviera viendo a los mismos fantasmas que pasan por aquí todos los días. Los rostros se diluyen en la rutina, y yo soy la estatua de siempre: la que está al otro lado del mostrador, atrapada en la pereza del día.

 

Hoy siento que todo me pesa más.

 

La luz del día se cuela por las rendijas de la persiana, pero todo parece sombrío. Mis pensamientos se enredan con el sonido del viento, con el vaivén del mar, pero también con algo más.

 

Algo que no logro identificar.

 

Es como si el tiempo no solo se hubiera detenido en el reloj, sino también en mi cabeza. Y, sin embargo, aquí estoy, como una máquina, funcionando en piloto automático. Mi rostro mantiene la misma expresión cansada de siempre, pero dentro de mí, hay una lucha que ni yo entiendo bien.

 

El trabajo en la gasolinera, ese trabajo que he aprendido a hacer sin pensar, es un tedio disfrazado de rutina. Es un desperdicio de tiempo que todos los días produzco.

 

Las palabras fluyen de mis labios como si fuera un autómata: cortas, rápidas, eficaces, correctas. Frías.

 

Son los pequeños intercambios de siempre. Las frases que no van más allá de la transacción: los clientes me ven como una máquina de recibir pagos, y yo los miro como si fueran sombras pasajeras, sin importancia real.

 

Hoy algo se agita dentro de mí. No sé qué es, pero ahí está. Tal vez sea la frustración de un día, otro más, en que todo parece una mierda. Tal vez el mar, el viento, y el tiempo congelado en el reloj son solo metáforas de lo que siento en mi pecho. Una maraña de pensamientos que me estrangula cada vez que trato de alcanzar un futuro incierto.

 

Quiero pensar que algo mejor me espera, como un sueño lejano que nunca acaba de llegar. Pero cada día que paso aquí, atrapada en esta pequeña caja, pierdo la esperanza.

 

Hoy no es un buen día.

 

A veces, ni los mejores días tienen el poder de transformar una vida monótona en una vida viva. El mar, inmenso, no puede romper la pequeña jaula que me han dado como existencia. Aquí sigo, con la esperanza rota.

 

Quizás hoy no sea el día para encontrar respuestas. Tal vez sea el día para simplemente sentarme y dejar que el tiempo pase, aunque no se mueva, aunque esté muerto.

 

De repente, el sonido de un coche me sacó de mis pensamientos. Levanté la vista sin pensar demasiado, casi por reflejo, y lo vi.

 

Un hombre.

 

Me pareció extraño. No era de por aquí. Caminaba lentamente hacia la entrada de la gasolinera, mirando con detenimiento a su alrededor, como si buscara algo. No sé por qué, pero algo me resultaba incómodo. Algo estaba fuera de lugar, y lo supe antes de que él siquiera llegara a la puerta.

 

Me levanté de la banqueta con un movimiento que casi me sorprendió. Mis piernas temblaban un poco, como si llevaran horas sentadas. Fui hacia el mostrador y me quedé allí, esperando.

 

El hombre entró. No hizo nada más que mirarme fijamente. Sus ojos parecían conocerme, como si hubiera estado esperando ese momento. Algo me decía que este encuentro no era casual.

 

—¿Necesita ayuda?, le pregunté intentando mantener la calma, pero mi voz salió más quebrada de lo que hubiera querido.

 

Él sonrió.

 

No era una sonrisa amable. Era algo extraño, inquietante. Como si estuviera disfrutando de una broma que nadie más entendía.

 

—¿Sabes quién soy?, me preguntó con una voz queda.

 

No supe cómo responder. No lo conocía, o al menos no de forma consciente. Pero sentí que algo en su presencia me resultaba familiar.

 

—No…, susurré delatando cierto temor.

 

El hombre hizo un movimiento suave, casi imperceptible, como si estuviera a punto de revelar un secreto. Entonces, sin previo aviso, se inclinó hacia mí y dijo con voz grave:

 

—Porque yo te estoy esperando.

 

Acto seguido, giró sobre sus talones y salió de la gasolinera sin decir una palabra más, dejándome allí, sola, con un vacío tan profundo que no podía comprender.

 

El viento sopló con más fuerza.


© Texto e imágenes. Sgn. 2024


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