8 de diciembre de 2024

Metro

 


El profesor nunca fue un tipo común.

Desde la primera clase en la academia de inglés, ya se notaba que tenía algo especial o peculiar, más bien. Alto, muy delgado y con un acento británico tan marcado que parecía sacado de una película de espías antigua. Pero lo que más destacaba de él era su capacidad de contar anécdotas absurdamente increíbles con una naturalidad pasmosa.

Una tarde, mientras intentaba que habláramos sobre experiencias graciosas o situaciones extrañas, nos contó la historia de cómo, durante la huelga del metro en Madrid en 1976, había logrado hacerse con un rollo completo de billetes de metro. Lo dijo como quien comenta que ha encontrado una moneda tirada en la calle.

Según él, el caos en el metro en esa época era absoluto. Para evitar el perjuicio a los viajeros, durante unos días los trenes los conducían militares. Las taquillas estaban abandonadas, abiertas de par en par, sin nadie que controlara nada.

Aprovechando el desorden, el profesor se acercó a una de esas taquillas y, con una calma serena, agarró un rollo completo de billetes. 

—Para el recuerdo, se dijo con una sonrisa.

El recuerdo se convirtió, según nos contó, en un negocio redondo cuando se dio cuenta de que esos billetes aún eran válidos. Durante casi diez años, logró viajar gratis en el metro, día tras día, valiéndose de un ingenioso sistema que él mismo había ideado.

Cada mañana, en su diminuto piso, comenzaba el ritual. Se sentaba en la mesa de la cocina con una pequeña tijera suiza y, con la precisión de un cirujano, recortaba un billete del tamaño exacto. Lo medía una y otra vez, asegurándose de que coincidiera milimétricamente con el original. Si había alguna diferencia, lo descartaba y empezaba de nuevo. Después, lo alisaba cuidadosamente con los dedos y lo guardaba en su cartera, entre sus documentos, como si fuera un pase exclusivo.

La perfección o nada.

Al llegar al metro, el plan continuaba con una meticulosidad obsesiva. Caminaba con paso firme, fingiendo absoluta indiferencia, como cualquier pasajero común. Sacaba el billete y lo introducía en la ranura de la máquina, sin prisas. El torno de acceso giraba y él pasaba con la seguridad de quien paga religiosamente su tarifa.

Una vez dentro, comenzaba la segunda fase de su plan: la búsqueda de un billete reciente. Exploraba discretamente el suelo, las papeleras y las esquinas, tratando de encontrar un tique válido del día. Así, si algún revisor lo abordaba, siempre tendría el comprobante correcto y legal.

—Durante casi diez años, nadie jamás me detuvo ni me pidió el billete.

Nos lo contaba entre risas, diciendo que probablemente los revisores, al verlo con esa apariencia de meticuloso y organizado, asumían que era uno de esos ciudadanos ejemplares que jamás se saltarían una norma.

El hombre había hecho del fraude un arte y una rutina. A nadie parecía importarle aquel inglés excéntrico en su vestimenta que iba y venía del metro con su billete cuidadosamente recortado. Y él lo disfrutaba. Le gustaba pensar que no sólo estaba viajando gratis, sino desafiando al sistema día tras día, bajo la mirada de todas las autoridades.

La historia terminó cuando el metro cambió su sistema de acceso, y aquellos viejos billetes dejaron de servir. El profesor, con cierto aire de derrota nostálgica, nos explicó que aún guardaba lo que quedaba del rollo, como un trofeo de su época gloriosa como viajero clandestino profesional. 

Nadie en la clase pudo evitar reírse cuando finalizó el relato, convencidos de que nos había vuelto a engañar una vez más. Sin embargo, el bullicio se apagó de golpe cuando, con una sonrisa astuta, sacó del bolsillo varios puñados de antiguos billetes del metro y los dejó caer sobre las mesas.

Nos quedamos mudos, mirando aquellos trozos de papel como si fueran piezas de un misterio sin resolver. Alzó la vista y, con un destello travieso en los ojos, murmuró: 

 I still have a few trips pending.(*)


(*) Aún me quedan unos cuantos viajes pendientes.


© Texto e imágenes. Sgn. 2024


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