19 de enero de 2025

Trazos

 


El primero fue un escritor, un hombre con una mirada profunda, pero siempre con una especie de tristeza latente. Como si hubiera visto demasiadas historias desvanecerse y, a pesar de todo, no pudiera dejar de escribirlas. Tenía la mano firme, decidida. Yo era su compañero inseparable, como una extensión de su alma. Cada palabra que escribía se traducía en una marca en mí, una marca de propósito, de vida. Yo le ayudaba a expresar sus pensamientos, sus deseos, sus miedos. Y, en cierto modo, podía sentir sus emociones, reflejadas en cada trazo.

Las primeras veces fueron intensas.

Su mente bullía de ideas que yo apenas podía seguir. Garabateaba frases sueltas, palabras que a veces se quedaban a medio formar, mientras que otras veces eran versos completos, cargados de significado. Podía sentir cómo la emoción fluía desde sus dedos hasta la madera que me envolvía. Era como si cada letra que dibujábamos juntos fuera una chispa prendiendo en la nada.

 

Pero algo cambió.

 

Un día, la mano que me sostenía no era la misma. Al principio, solo una ligera variación en la presión, casi imperceptible. Luego, lo noté más claro. El movimiento se hizo más errático, la escritura más incoherente. Las palabras parecían perder sentido, el flujo se interrumpía con más frecuencia. Mi mina, tan afilada y segura antes, ahora se desgastaba más rápido. Ya no podía seguir el ritmo de sus pensamientos, al menos no tan fácilmente.

 

Luego vino un chico joven, inquieto y algo torpe al principio. Me sujetaba con demasiada fuerza, como si temiera que escapara de sus manos. Al principio, todo eran números, fórmulas y cuentas apresuradas. Notaba la tensión en cada trazo, la frustración cuando el resultado no encajaba. Pero con el tiempo, el gesto se hizo más ligero, más seguro. Empezó a escribir frases cortas, notas en los márgenes y hasta dibujos distraídos cuando la clase se hacía eterna.

 

Ahora recuerdo aquel día en particular. 

 

Él estaba escribiendo con ímpetu, como si las palabras se le fueran a escapar, y yo estaba allí, luchando por mantenerme en pie, por seguir su velocidad. Pero mi punta se quebró. Fue una fisura pequeña, pero profunda. Un dolor silencioso. Él no lo notó al principio, estaba demasiado absorbido en sus pensamientos. Continuó, pero el trazo ya no era el mismo. La escritura se tornó más irregular, más desordenada.

 

Fue entonces cuando me dejó de lado. Sin ninguna ceremonia. Me abandonó allí, tirado sobre la mesa, como si ya no sirviera para nada.

 

Pasaron días, semanas. Yo estaba olvidado, encajado entre papeles arrugados y otros utensilios que también habían sido desechados. Durante ese tiempo, traté de recordar cuando cada trazo que hacía era algo singular, distinto. Pero ahora me sentía inútil, como si todo lo que había hecho hubiera sido en vano.

 

Hasta que, un día, algo inesperado sucedió.

 

Un niño entró en la habitación, con una mochila llena de libros y cuadernos. Se acercó a la mesa, y aunque no reparó en mí al principio, sus ojos pronto se posaron sobre mí. Estaba allí, tan quieto, tan olvidado, pero él me vio. Me observó como si fuera algo nuevo, algo misterioso. No sabía si sentirme aliviado o alarmado. Estaba a punto de ser usado de nuevo, pero por alguien diferente.

 

El niño, con su mano pequeña y torpe, me tomó. Pude sentir su curiosidad, su deseo de descubrir. Al principio, sus trazos fueron inciertos, vacilantes. Pero a medida que su mano se acostumbraba a mi forma, sentí algo extraño. ¿Es esto lo que se siente al ser útil de nuevo? Su escritura no era perfecta, ni siquiera fluida, pero había algo en ella que me hacía sentir vivo otra vez. Quizás no lo entendía del todo, pero en ese momento, en esa mano, sentí la frescura de un comienzo. Algo que no había experimentado en mucho tiempo.

 

Aquel niño me empleó para dibujar mundos. Surgieron líneas que pronto se convirtieron en un bosque de árboles altos y hojas vibrantes, en un dragón que custodiaba un castillo. Sentí el impulso creativo y me entregué a la danza con el papel en delicadas curvas y sombras. Cuando mi punta se quebró, el niño simplemente me afiló de nuevo, con la dulzura de quien cuida a un viejo amigo.

 

Lo que más me sorprendió fue la conexión. Aunque él no sabía nada de mi pasado, aunque su escritura era desordenada y torpe, había algo en su actitud que me recordó al escritor de antes. Había pasión, pero de una forma diferente, más inocente, menos marcada por las sombras del tiempo. Era como si, al escribir, él estuviera descubriendo su propia voz.

 

Y en ese momento, entendí.

 

Mi historia estaba en los momentos que compartí con cada mano, con cada pensamiento, con cada palabra que ayudé a construir. Yo no era el escritor, pero había sido parte de todas esas historias, de todos esos mundos que habíamos creado juntos. Nunca fui el estudiante que logró convertirse en ingeniero. Siempre estuve allí, en el momento justo, para ayudarles a hacer posible lo imposible.

 

Pero el entusiasmo se desvaneció cuando el niño me olvidó en un cajón. El tiempo fue borrando mi perfil afilado. Me volví pequeño, casi diminuto, y me arrojaron en un cajón lleno de cachivaches inútiles: clips oxidados, restos de gomas y papeles arrugados.

 

Sentí que mi historia había terminado, consumido por años de escritura y dibujos. Pero, en medio de la penumbra, escuché de nuevo el roce de unas manos. Una mujer joven me observó con curiosidad.

 

Me sostuvo con delicadeza, acariciando mi superficie astillada, y me llevó a una libreta en la que comenzó a escribir. Las palabras surgieron en un murmullo casi poético: cartas, confesiones, pensamientos íntimos que dibujaba con esfuerzo, consciente de que sería mi última tarea. Sabía que mi vida llegaba al final, pero seguí llenando el papel de ideas, ayudando a narrar lo que nunca se había atrevido a decir.

 

Cuando la mina se agotó por completo, la mujer me dejó reposar junto a la libreta. Agotado pero satisfecho, comprendí que había sido mucho más que un instrumento: había dado forma a sueños, convertido la rutina en historia, el caos en líneas rectas y los sentimientos en palabras.

 

Y ahí me quedé, diminuto y desgastado, sabiendo que alguna vez hice volar dragones. Y aunque ya no pudiera escribir, permanecí allí como un testigo silencioso de lo vivido.

 

Y quizás, en ese propósito, radica la verdadera magia de ser lo que soy: un sencillo lapicero.


© Texto e imágenes. Sgn. 2025


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