Abbas volvía del puerto cargando sus envases, como lo había hecho tantas veces que su memoria ya era incapaz de contarlas. Caminaba con pasos lánguidos y fatigados, cada uno repleto no solo del peso de los recipientes, sino de una vida entera.
Estaba cansado.
Su vida había sido larga, pero no provechosa. Así era como lo sentía él, lamentaba que los años hubieran pasado sin dejar una huella que valiera la pena recordar.
De nuevo, echó en falta el hijo que debía continuar su tarea, sabiendo que era un pensamiento improductivo.
Desde hacía cientos de años, su familia era la encargada de preservar los olores. Era su encomienda, su misión vital. No se trataba de los olores comunes, no del aroma del campo, o el de una comida recién cocinada o el de la tierra mojada tras la lluvia. Eran los olores que engendraba el tiempo, de los momentos que ya no volverían, del instante que no se repetiría, pero que, gracias a su familia, podían permanecer.
Todo olor, todo momento, debía tener una copia que lo hiciera eterno. Porque los olores no eran solo impresiones pasajeras, eran los testigos silenciosos de la vida, eran el acta que certificaba su veracidad. Aunque el tiempo pasara, los olores permanecerían fieles.
Así, recoger cada día los aromas que vestían su ciudad era su tarea, su trabajo transcendental. Era una ocupación discreta, casi fantasmal, y así lo vivía él: oculto, invisible, siendo una sombra que se movía entre las calles sin que nadie lo notara. Siempre presente.
A veces, cuando fue joven, se preguntaba si alguien había reparado en lo que él hacía, en su extraña ocupación. Quizás sus vecinos lo veían como una persona solitaria, alguien insustancial que pasaba desapercibido, que se había desvanecido con el tiempo.
Ahora era viejo y se había convertido en transparente.
Había cumplido su misión, o al menos parte de ella. Pero todo acababa en él porque ¿de qué serviría su labor, si no había nadie para continuarla?
El viento húmedo del puerto arrastraba los aromas familiares de las algas y el agua salada, pero también un rastro más tenue, uno que solo él captaba: el olor de las despedidas, de las promesas no cumplidas, de los abrazos que nunca llegaron a darse. Abbas lo respiraba, consciente de que esos matices debían preservarse, aunque ahora, más que nunca, le asaltaran las dudas sobre su quehacer.
Todo olor, todo momento, debía tener una copia que lo hiciera eterno. Porque los olores no eran solo impresiones pasajeras, eran los testigos silenciosos de la vida, eran el acta que certificaba su veracidad. Aunque el tiempo pasara, los olores permanecerían fieles.
Así, recoger cada día los aromas que vestían su ciudad era su tarea, su trabajo transcendental. Era una ocupación discreta, casi fantasmal, y así lo vivía él: oculto, invisible, siendo una sombra que se movía entre las calles sin que nadie lo notara. Siempre presente.
A veces, cuando fue joven, se preguntaba si alguien había reparado en lo que él hacía, en su extraña ocupación. Quizás sus vecinos lo veían como una persona solitaria, alguien insustancial que pasaba desapercibido, que se había desvanecido con el tiempo.
Ahora era viejo y se había convertido en transparente.
Había cumplido su misión, o al menos parte de ella. Pero todo acababa en él porque ¿de qué serviría su labor, si no había nadie para continuarla?
El viento húmedo del puerto arrastraba los aromas familiares de las algas y el agua salada, pero también un rastro más tenue, uno que solo él captaba: el olor de las despedidas, de las promesas no cumplidas, de los abrazos que nunca llegaron a darse. Abbas lo respiraba, consciente de que esos matices debían preservarse, aunque ahora, más que nunca, le asaltaran las dudas sobre su quehacer.
Sus recuerdos eran como los olores que había capturado a lo largo de los años: frágiles y fugaces, pero profundamente evocadores. Recordaba los días en los que su padre lo llevaba a las mismas calles para enseñarle la antigua tarea de su familia. Había aprendido que los olores podían contar historias que las palabras nunca alcanzarían a expresar. El aroma de las hojas en otoño no era solo el preámbulo del invierno, era el murmullo de los años que se iban. El perfume de una flor no era solo belleza efímera, sino la memoria de los primeros amores, de los primeros secretos compartidos.
Y ahora, mientras transportaba sus envases, sentía que esas historias, esos olores, acabarían con él. No había hijo, ni discípulo, nadie que siguiera su camino, que continuase con su misión. La cadena que su familia había mantenido viva durante siglos se rompería, desapareciendo aquella memoria preservada durante largo tiempo.
Una tarde, mientras el sol caía sobre las aguas del puerto y teñía el cielo de un tono rojizo que Abbas identificaba como el preludio del descanso, se sentó en un banco cercano. Desde allí, miraba el horizonte y se preguntaba, una vez más, si su vida había tenido sentido, o si, como esos olores invisibles, su legado desaparecería sin dejar rastro. Pensaba en el valor que tenía preservar algo si nadie lo recordaría, si los aromas que con tanto esmero había recogido y custodiado jamás serían liberados nuevamente.
El viento cambió de dirección y, con él, un nuevo aroma le llegó.
Era familiar y extraño a la vez. No venía del puerto ni de las calles que había recorrido tantas veces. Era un olor que traía consigo la añoranza de una juventud perdida, pero también portaba una chispa de esperanza.
Lo reconoció: era el perfume del jazmín blanco, el mismo que su esposa solía llevar en el cabello cuando eran jóvenes. Aquel olor que, durante tantos años, lo había llenado de paz, y que ahora, en su soledad, volvía como una voz del pasado.
Y en ese instante, lo comprendió.
Los olores no eran solo para ser preservados en frascos. Deberían ser liberados, para ser recordados, para despertar en aquellos que los respiraban las historias que el tiempo se empeñaba en borrar. Quizás no había un hijo para continuar su labor, pero eso no significaba que su tarea no tuviera valor.
Se levantó con esfuerzo, sintiendo el crujir de sus articulaciones, pero con una renovada determinación. Todavía le quedaba tiempo, aún podía hacer algo. Decidió que esa noche, al volver a su casa, abriría los envases uno por uno. Dejaría que los aromas se mezclaran con el aire, que volvieran a llenar las calles, que inundaran las casas, que se instalaran de nuevo en los corazones de quienes caminaban distraídos. Tal vez no sabrían que era él quien lo hacía, tal vez nunca lo notarían, pero en algún rincón de sus almas, los olores despertarían recuerdos olvidados.
Y en esos recuerdos, Abbas viviría.
No importaba si su nombre se perdería con el tiempo, porque ahora si sabía que dejaría una huella. Y ese rastro, por pequeño que fuera, seguiría vivo mientras el viento continuara transportando los aromas que alguna vez preservó.
Abbas volvió a caminar hacia su casa, más lento que antes, pero con un nuevo propósito. El ocaso bañaba las calles con una luz dorada, y con cada paso, el aire parecía llenarse de nuevas historias, de memorias atrapadas en los rincones, esperando ser liberadas.
Abbas, el último guardián de los olores, sonrió para sí mismo, sabiendo que su misión, después de todo, aún no había terminado.
© Texto e imágenes. Sgn. 2024
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