¿Qué pensarías de alguien con quien has llenado horas de conversaciones y no tiene una sola palabra para ti? Cada silencio pesa más que las palabras dichas.
¿Qué pensarías de alguien que decía que eras sus ojos y ahora evita la mirada?
Pero yo ya no pienso nada.
¿Qué pensarías de alguien que decía que eras sus ojos y ahora evita la mirada?
Pero yo ya no pienso nada.
He dejado de buscar respuestas en el lugar donde antes había certeza. Solo tengo tristeza, viendo como la decepción anida entre mis dedos, apoderándose de todos mis pensamientos. Es una morada fría, frágil, imposible de deshacer. En el cariño no valen las excusas. Las palabras que una vez suavizaban las heridas, ahora solo las ahondan.
Pero soy incongruente.
Te quiero tanto que, si pudiera inventar de nuevo el tiempo que pasé contigo, lo haría. Una y otra vez. Como si ese tiempo pudiera sanar lo que ahora parece roto sin remedio. El amor tiene la extraña capacidad de dotar al olvido de un poder curativo. Nos hace creer que, si olvidamos lo suficiente, las heridas dejarán de sangrar. Eso es solo una ilusión, un espejismo que se desvanece en cuanto lo alcanzamos.
Recuerdo la primera vez que me miraste así, como ahora, con los ojos llenos de distancia. Me dirigiste una mirada breve, como si me estuvieras viendo a través de una ventana empañada. Enseguida supe que algo había cambiado. No fue algo inmediato, pero la sensación se fue instalando en mi pecho, como el frío que llega despacio y, cuando te das cuenta, ya te ha invadido.
Veinte años. Doscientos cuarenta meses. Siete mil trescientos cuatro días. Ciento setenta y cinco mil trescientas dieciséis horas. Un infinito.
Es increíble como el tiempo, pasando tan rápido, deja cicatrices tan profundas. Dicen que el amor es como una casa que se construye con paciencia, ladrillo a ladrillo, día tras día. Aunque nadie te advierte que, si no la cuidas, esas paredes que una vez te protegieron pueden empezar a agrietarse. Las rendijas son pequeñas al principio, casi imperceptibles, hasta que un día te das cuenta de que ya no hay refugio allí donde lo tuviste.
Te miro ahora y ya no te reconozco. Tal vez sea yo quien ha cambiado. Quizá nos hemos transformado tanto estando juntos que ahora somos dos extraños compartiendo el mismo espacio. La cercanía puede crear distancia.
Me pregunto si alguna vez fuiste realmente feliz conmigo, o si simplemente nos conformamos con la comodidad del otro. ¿Cuándo dejamos de vernos? ¿En qué momento los abrazos se volvieron un acto mecánico y las palabras una formalidad vacía? Me pesa no haberlo notado antes, cuando quizá aún podríamos haber preservado algo. Pero nosotros nos dejamos apagar lentamente, sin darnos cuenta.
El dolor de perderte no es un golpe repentino. No es la tormenta violenta que derrumba todo a su paso, sino una lluvia fina y constante que lo erosiona todo poco a poco, hasta que no queda nada más que el vacío. Nos comenzamos a mojar sin apenas percibirlo y, no mucho más tarde, estábamos empapados de hastío.
A veces me pregunto si estuvimos juntos más tiempo del necesario. Pero, quién sabe de plazos cuando vives en el otro. El miedo a la soledad nos mantuvo atados, como dos barcos que han perdido el rumbo pero que siguen anclados uno al otro, sin atreverse a soltar amarras para evitar la deriva. El amor, en su forma más triste, puede ser también una cadena.
Ahora, todo lo que queda es la nostalgia: por los momentos que compartimos, por las risas que alguna vez llenaron la casa, por las noches en las que creíamos que el mundo era solo nuestro, por el tiempo que quisimos retener.
Lo peor del fin de un amor no es la pérdida en sí, sino el reconocimiento de que, a pesar de todo, sigues amando. Porque el sentimiento no se apaga de la noche a la mañana. Sigue allí, en algún rincón de tu corazón, latiendo silenciosamente, recordándote lo que fue y lo que nunca volverá a ser.
Te sigo queriendo, aunque sé que ya no eres la persona que conocí, y tal vez yo tampoco lo soy.
Te sigo queriendo, aunque cada día nos alejamos más, como dos astros en órbitas opuestas, destinados a nunca volver a cruzarse.
Te sigo queriendo con la ausencia de esperanza en el futuro.
Te sigo queriendo, aunque sea una frase que encabeza un monólogo.
Te sigo queriendo con la certeza del tiempo fallido que nunca volverá.
Quizá el verdadero dolor no radica en el fin del amor, sino en su persistencia incansable. En el hecho de que, a pesar de todo, todavía quede algo de lo que fuimos, un resquicio de lo que nos unió durante tantos años. Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que me rompe.
Me gustaría tener la fortaleza de poder dejarte ir por completo, de dejar que el viento se lleve los restos de lo que construimos y me permita respirar de nuevo, libre de esta carga. Pero, por ahora, solo puedo seguir caminando, con la esperanza de que, en algún momento, el tiempo procure sanación para lo que el amor no pudo salvar.
Quizá, con el tiempo, cuando las heridas ya hayan cicatrizado y los recuerdos se hayan suavizado, pueda mirarte sin sentir este nudo en el pecho. Tal vez entonces, el amor se haya transformado en algo más amable, en un recuerdo dulce, y me abandone este dolor que parece no tener fin.
Pero hasta entonces, seguiré aquí, lidiando con el silencio que dejaste atrás, preguntándome qué pensarías si supieras todo lo que aún siento por ti. Como sigo mirando por la ventana aguardando tu llegada, sabiendo que no se va a producir, pero me mantengo frente al cristal.
Me guarezco en el refugio que fue nuestro hogar sin ninguna esperanza. Solo pido que la memoria sea breve, que su presencia sea una leve fiebre que sane sin tratarla porque yo no quiero tomar ninguna medicina que me cure de ti.
© Texto e imágenes. Sgn. 2024
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