La tarde del segundo jueves de cada mes nos reuníamos en el parque. Solo eran cuatro horas las consentidas por las autoridades, un pequeño respiro en el interminable tapiz de días grises y cielos cubiertos.
Los edificios, monolitos de hierro y cristal, se replegaban unos metros sobre su emplazamiento para permitir que la luz y el aire inundasen ese espacio. Era como si el propio paisaje se inclinara ante nosotros, regalándonos un momento de tregua, un instante de reconciliación con la naturaleza que apenas recordábamos.
Respirábamos.
Los edificios, monolitos de hierro y cristal, se replegaban unos metros sobre su emplazamiento para permitir que la luz y el aire inundasen ese espacio. Era como si el propio paisaje se inclinara ante nosotros, regalándonos un momento de tregua, un instante de reconciliación con la naturaleza que apenas recordábamos.
Respirábamos.
Era un acto sencillo, pero con una trascendencia casi sagrada. El aire, limpio de la habitual bruma y oscuridad, nos llenaba los pulmones con una sutileza que parecía de otro tiempo, de otra vida, una que ninguno de nosotros había vivido realmente, aunque todos recordábamos de algún modo. Los rayos de los dos soles bajaban lentos y adormecidos, lamiendo las fachadas sin interés hasta tocar el suelo, deslizándose por el pavimento como una caricia antigua y gastada.
Habían pasado más de tres siglos desde que el beneficio fue concedido por los dueños del terreno y nadie, durante generaciones, faltó a la cita. En este pequeño oasis temporal, el tiempo se detenía, y la gente dejaba de ser una multitud sin rostros. Nos veíamos, por fin, como lo que éramos: todos juntos en busca de algo, dejándonos mimar la piel por esta luz.
Sabíamos que en apenas unas horas la maquinaria despiadada volvería a moverse, que las sombras cubrirían de nuevo cada rincón de la ciudad. Éramos conocedores de lo efímero, pero, en esos momentos, el mundo se llenaba de una paz extraña y profunda, como si el propio universo nos concediera una tregua. Como si un gran señor al que no conocíamos tuviera a bien darnos unas dádivas, aunque fueran los restos miserables de un gran tesoro.
Las familias se sentaban en el suelo, extendiendo mantas o pedazos de tela descoloridos, protegiendo con cuidado su pequeño espacio. Los niños corrían entre los grupos, brotando sus risas en destellos, como picaduras de insectos fugaces. Alzábamos los rostros hacia el sol con una expresión de serenidad, cerrando los ojos, como si pudiésemos absorber cada partícula de luz, cada pizca de calidez. Además de la luz, aparecía el silencio, estableciendo una unión que era indisoluble. Las voces se apagaban, solo permanecían las risas de fondo.
Cada familia tenía su espacio definido. Nadie ocupaba un lugar al azar. Las diferentes generaciones habían fijado las posiciones creando un mapa invisible de la comunidad. De alguna forma, la luz misma conocía esas disposiciones y se posaba sobre cada grupo en el orden establecido por años de costumbre. La caricia de la luz bendecía con un orden ancestral cada rincón del parque.
Yo también tenía mi lugar. Una esquina al lado del banco de piedra bajo el árbol más viejo del parque. Ese rincón había sido habitado por mi abuelo, mi madre, y ahora por mí. Sentado allí, podía imaginar las historias que me contaron, como si las palabras flotaran aún en el aire, enredadas en las ramas, esperando a que alguien las escuchara o las contara de nuevo.
El sol avanzaba lento y cada minuto que pasaba sabía que era uno menos de libertad. Sentía la urgencia de almacenar esa luz en mi memoria, de capturarla de alguna forma en mi piel para que el calor pudiera quedarse atrapado en mi cuerpo, para alimentarme cuando la oscuridad volviera a ser la única compañera. Cada segundo de esa luz tenía el poder de un millón de soles sanando silenciosamente las heridas de la penumbra.
Miré alrededor, observando a los demás y pensando en cuántas historias guardaban. Parecía tan injusto que solo tuviéramos cuatro horas para disfrutar de algo tan esencial y, sin embargo, esas horas eran suficientes para recordar que existíamos, que éramos algo más que sombras. Al final de la tarde, los niños reposarían en los brazos de sus padres, extenuados de tanto correr y reír, brillando en sus bocas el recuerdo de un sol que apenas recordarían al crecer.
Aquellos jueves, cuando las horas se agotaban y el sol comenzaba a esconderse de nuevo detrás de los edificios, sentíamos la tristeza invadiéndonos. Era como sufrir el desgaste de algo vital, algo que sabíamos que no podríamos reemplazar. Las sombras caían con una lentitud calculada, como si las autoridades mismas quisieran que sintiéramos cada segundo de esa pérdida.
A medida que los edificios volvían a erguirse, cubriendo de nuevo el parque en penumbra, algunos alargaban las manos hacia el último rayo, tratando de sostenerlo, de retener su calor un poco más.
Pero la luz era escurridiza y egoísta. Se deslizaba adormecida entre los dedos, negándose a quedar atrapada. Era el momento en que todos comenzábamos a movernos hacia las salidas, silenciosos y apesadumbrados, formando parte de una procesión lúgubre que regresaba a sus prisiones personales.
Mientras caminaba de vuelta a casa, sentía el peso de la oscuridad sobre mis hombros. Una capa que, aunque quisiera, no podría quitarme hasta el próximo mes. En mi interior, algo resistía. Era la memoria de aquella luz, esa chispa que había tocado mi piel y que, por unas pocas horas, me había recordado que estaba vivo, que la oscuridad no era todo lo que conocía.
Los mayores decían que el permiso para disfrutar de esas horas de luz había sido una concesión para mantenernos en calma, una táctica de control. Para nosotros se había convertido en algo más. No era solo una concesión de las autoridades, era una promesa. Una promesa de que la luz todavía podía encontrarnos, de que la vida tenía algo más que ofrecernos, aunque no lo creyéramos.
Y así, mes tras mes, volvía a casa con la esperanza intacta, incluso cuando la oscuridad trataba de ahogarla. Sabía que cuando llegara el próximo jueves, todos estaríamos allí esperando, con la certeza de que, por unas horas, el mundo nos recordaría de nuevo que la vida existía.
La luz volvería, como siempre lo había hecho, y nos encontraría preparados para recibirla.
© Texto e imágenes. Sgn. 2024
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