3 de noviembre de 2024

Eterna

 


De nuevo miró por la ventana del balcón de su habitación. La mañana era clara, aunque en el cielo persistían las nubes. Paseando hacia la entrada del parque, una señora guiaba a tres niños. ¿Serían sus hijos o sería una doncella que los acompañaba al jardín?

Percibió una sensación extraña en su cuerpo. El no haber sido madre era una idea que siempre estaba en su cabeza, torturándola. 

Eran dos varones y una hembra. Reían. Llevaban unos grandes aros que hacían rodar sobre la gravilla del camino de entrada, hacia la fuente. La niña abrazaba una muñeca enorme para su edad.


Tocó la madera gastada de la ventana y cerró los ojos. En su mente, la risa de aquellos niños aún resonaba. Eran risas auténticas, con la fuerza de lo que nunca se marchita. Su anhelo de maternidad, profundo y oscuro, ya se había convertido en un espejismo.

Los carruajes no dejaban de pasar por la avenida. El ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines no cesaba. Los caballeros que caminaban saludaban con un toque en el ala de su sombrero a sus conocidos.

Dejó escapar un suspiro, uno que nadie podría escuchar, atrapado en el tiempo. Observaba la escena siendo consciente de un mundo que ya no le pertenecía, un lugar que había cambiado tanto desde aquellos días de sombrillas de encaje y carruajes de caballos.

Parecían todos felices en aquella mañana casi primaveral del 28 de marzo de 1866.
Se retiró del balcón y se sentó en la butaca de terciopelo que tenía cerca de la ventana. Descansó unos minutos cerrando los ojos y masajeando las sienes para aplacar un leve dolor de cabeza.

Un ruido en la calle la sobresaltó. ¿Había sido una explosión? Se levantó rápidamente acercándose de nuevo al balcón. El estruendo provenía del choque de varios automóviles en la calle perpendicular a su casa. Escuchó gritos y vio a la gente correr apresurada hacia el lugar del accidente.

En unos minutos, se formó un gran tumulto de personas. Comenzaron a oírse las sirenas de los coches de emergencias. Tal vez fueran los bomberos o la policía.
Sintió como el corazón se le aceleraba. ¿Habría heridos? Recorrió con su mirada toda la calle. Otros coches se habían detenido. Los camiones de reparto aparcaron sobre las aceras para facilitar el paso. Los motoristas se detuvieron para ver qué pasaba.

De las tiendas salieron los dependientes para observar lo ocurrido. Todas las personas hacían fotografías con el móvil o hablaban por teléfono. Las redes sociales empezaron a publicar videos en los que, una y otra vez, se veía a los coches colisionar. 

En la prensa, al día siguiente, apareció el siguiente titular:

“28 de marzo de 2018. Dos heridos graves en la colisión de tres vehículos en el Paseo de la Civilización cuando huían después de cometer un atraco.”

Se sintió de nuevo agotada. En la mesilla de la habitación había una jarra con agua. Se sirvió un vaso que bebió muy deprisa. Estaba nerviosa y se notó el pulso acelerado.

Comenzó a pasear por la habitación buscando una salida que no encontraba. El eco de sus recuerdos vibraba en las paredes. Los susurros de un pasado borroso recorrían los corredores y se colaban en las grietas de las paredes. La casa resistía el paso del tiempo, emparejada con su propia existencia.

Se recostó en la butaca y se quedó dormida.

Llamaron a la puerta insistentemente. Fueron unos golpes secos que alguien daba en la entrada de su vivienda.

—¿Hay alguien dentro?, preguntó una voz metálica.

Ella permaneció en silencio. Sabía que al otro lado de la puerta estaban dos PNM-16, los robots demoledores. Siguió en silencio mientras escuchaba como se movían.
Corrió hacia la ventana y buscó el vehículo de intervención rápida que siempre los transportaba. Estaba allí, suspendido a media altura, con los motores en reposo, rozando la copa de los árboles artificiales de la calle. Se había situado a un lado para no interrumpir el vuelo del resto de naves.

Se acercó aún más a la ventana para escuchar lo que decían los operarios en la calle.

—En esa casa no hay nadie desde hace años. Vamos a terminar con esto y empecemos a derriber el edificio, exigió uno de los trabajadores.

—Procedamos a la demolición, gritó una voz grave desde el altavoz del vehículo. Las luces azules parpadeaban, proyectando sombras en el edificio. Parecían garras luminosas que arañaban las ventanas. 

—Aunque no viva nadie, hay que respetar los protocolos de seguridad, objetó otro. Y verificar que no hay humanos dentro.

La puerta de la habitación se abrió de golpe. Un trabajador, acompañado de uno de los PNM-16 entró con cautela, ignorante de la presencia espectral que lo observaba. Miró alrededor y una inquietud inexplicable lo recorrió. Era como si algo le observara desde un tiempo pasado. Sacudió la cabeza y tomó una foto del interior para el registro. Ella, al verlo, sintió algo moverse en su interior, un deseo casi olvidado de ser reconocida, de que alguien supiera que ella, de algún modo, seguía allí.

—Verificación completada. Señales vitales nulas. Proceder con la fase final. Iniciando demolición, gritaron por megafonía.

Cuando el primer golpe resonó en la estructura, ella se tensó. La casa retumbó, como si quisiera defenderse. El sonido de una detonación controlada sacudió los cimientos. El polvo empezó a caer del techo, esparciendo motas doradas que se suspendían en el aire como estrellas en miniatura. Ella extendió una mano, tratando de acariciar el polvo, de asir un fragmento de realidad que todavía le perteneciera. Pero era tarde. Las sombras de los robots avanzaban con sus ojos luminosos buscando cualquier señal de movimiento.

—El tiempo, pensó, es un ladrón paciente. Se lo llevó todo, primero mis días, luego los rostros conocidos, después la memoria nítida. Solo me quedan las sensaciones.
 
Dejó caer una lágrima. 

Claro que había alguien en ese edificio. 

Esa era su casa, aunque a 28 de marzo de 2136 llevara muerta más de cuatro siglos.

© Texto e imágenes. Sgn. 2024

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