Cuando yo era pequeño me gustaba sacar la lengua desde la ventanilla de atrás del coche de mi padre.
Me resultaba muy divertido, sobre todo en las paradas de los semáforos, mirar a los coches que se ponían a mi lado, yo siempre viajaba en el lado derecho, y cuando llegábamos al semáforo, sacaba la lengua. Abría mucho la boca para que mi gesto fuera más provocador aún. Notaba como mis labios se tensaban, mi boca alcanzaba su máxima apertura y las comisuras estaban a punto de estallar.
Era un gesto que duraba muy poco tiempo, apenas segundos, pero que a mí me resultaba de lo más obsceno. Pensaba que era un niño muy malo que traspasaba todas las reglas. Era un caso perdido.
Mis padres no tenían conocimiento de eso que yo hacía, solo mi hermano Miguel que me miraba asombrado viendo como traspasaba todos los límites que el podía imaginar como tolerables.
—Joder Alber, cómo te pasas, me susurraba para que mis padres no le oyeran.
—Qué te den, le respondía y seguía esperando hasta la siguiente parada.
Creo que he sido un niño bastante malo. No quiero decir que me portara mal, los mayores nunca lo percibían, pero yo si que las hacía a la chita callando. Buscaba saltarme las normas, pero sin que nadie se enterara. En eso era especialista, un buen cabrón, pienso hoy desde la perspectiva de la edad.
Me gustaba provocar.
Me sigue gustando.
En aquella época no tenía la sutileza que posteriormente he desarrollado. Yo creía que era muy fino a la hora de hacer las trastadas, pero luego he visto que era bastante patán, aunque siempre jugaba con la gran ventaja de que era el niño bueno.
—Con Alberto da gusto. No te enteras de que hay niño, comentaba frecuentemente mi madre. Qué ignorante era. Yo estaba detrás de casi todos los acontecimientos extraños que pasaban en nuestra casa.
El tener fama de bueno me benefició siempre. Mis amigos, no mucho peores que yo, se mosqueaban muchísimo porque decían que aquello no era justo. Hacían menos trastadas que yo, pero siempre cargaban con la responsabilidad y la culpa de lo hecho. Yo me reía de todo aquello.
—Lo siento si sois gilipollas, comentaba de forma muy chulesca.
Mi buena reputación era consecuencia directa de mi rendimiento académico.
Yo era un niño muy estudioso y aplicado. Me gustaba, me sigue gustando, mucho estudiar. Aprender me divertía y me divierte. Creo que es la actividad del ser humano más gratificante. Conocer aquello que está fuera de ti y comprenderlo es una experiencia que no tiene ninguna comparación. Hace muchos años, siendo ya una persona adulta, alguien me comentó en una reunión que el acto de aprender era la experiencia más excitante que disfrutaba el cerebro. Estoy totalmente de acuerdo. No hay placer comparable.
La consecuencia lógica de esto era que, si estudiaba, me portaba bien en el colegio y no era un niño conflictivo, no podía ser el ejecutor de muchas de las trastadas que hacíamos mi grupo de amigos.
—Os tiene engañados, decía uno de mis amigos a las madres reunidas en el parque. Es el que está detrás de todo lo que pasa, siempre está ideando cosas, gritaba me amigo ante la incredulidad de las madres.
Sinceramente, todo aquello me divertía muchísimo, aunque aún era muy consciente en aquella época de lo que significaba esa situación. Al pasar los años, reparé en la verdad que encierra la frase “lobo con piel de cordero”. Ese era yo.
Mi aparente nobleza me daba acceso, sobre todo, al círculo de las personas mayores. Me otorgaron un hueco en ese mundo de adultos cuando, por edad, no debía pertenecer a él. Participaba de conversaciones que me deberían resultar ajenas, opinaba de asuntos en los que mi parecer poco importaba o me unía a las críticas que los adultos vertían.
Aquel mundo me parece que se sitúa en una esfera muy lejana. Han pasado más de cincuenta años. Hay hechos que se me presentan con una realidad inmediata, recién llegada, aunque sus orígenes se asienten en un pasado muy antiguo.
Yo no era malo. Nunca lo fui. La realidad es que me encontraba siempre envuelto en todas las fechorías que niños de 10 años puedan hacer e imaginar. Era el cerebro de un mal muy menor, de una maldad muy restringida a cuatro trastadas, de una pandilla que me eligieron líder, papel al que nunca renuncié.
A veces, cuando conduzco y me detengo en un semáforo, no puedo evitar mirar de reojo al coche de al lado. Me asalta la nostalgia de aquellos días y la tentación de sacar la lengua vuelve, como un reflejo infantil que nunca se apaga.
Una vez, hace no mucho, lo hice.
Un niño, desde la ventanilla trasera de un coche vecino, me observó con los ojos abiertos como platos. Lo vi reírse, sorprenderse y luego devolverme el gesto con aún más descaro. Sus padres ni se enteraron.
Segundos después, el semáforo cambió a verde y nos alejamos en direcciones opuestas.
Mientras aceleraba, no pude evitar sonreír. Quizás no era solo yo. Quizás en cada semáforo del mundo siempre habrá alguien sacando la lengua, desafiando lo establecido, sintiéndose el mayor villano en la historia de su infancia.
Y eso me parece, de alguna manera, portentoso.
© Texto e imágenes. Sgn. 2024
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