Aquella fue una de las noches más divertidas que pasé junto a él. No recuerdo haber parado de reír ni un solo minuto.
Le miraba y reía, nos mirábamos y reíamos. Era un sinfín de bromas, una danza de carcajadas que ninguno de los dos quería detener.
El mundo podía derrumbarse, pero en ese pequeño universo de risas todo estaba bien. Sus ojos chispeaban bajo la luz tenue de las farolas, reflejando la alegría desbordante de un instante perfecto.
—Para, para, por favor… —le supliqué entre jadeos, llevándome una mano al pecho—. Me va a dar algo de tanto reír.
Pero él no paró. Y yo tampoco quería que lo hiciera.
La noche era nuestra, con el aire fresco envolviendo cada carcajada, con las estrellas siendo testigos de un momento que parecía eterno.
De pronto, un estruendo ahogó nuestras risas. Fue un sonido seco, profundo, como si la misma tierra hubiera crujido bajo nuestros pies. Nos miramos con los ojos muy abiertos, con esa expresión de incredulidad que solo aparece cuando lo imposible se hace presente.
Detrás de él, la farola parpadeó y se apagó. Luego, otra. Y otra más. La oscuridad avanzaba en una línea perfecta, como si una sombra invisible devorara la luz.
—No puede ser… —murmuró.
Yo tampoco entendía. Todo el parque, la calle, el mundo entero parecía normal hasta un segundo antes, pero ahora algo lo estaba cambiando.
La brisa se detuvo. El sonido del tráfico, de las voces lejanas, de los grillos en la hierba, desapareció de golpe.
—Nos tenemos que ir —dijo de pronto, agarrándome del brazo con una urgencia que no le había visto antes.
—¿Qué pasa? ¿Qué está ocurriendo?
Pero no me respondió. Me arrastró calle abajo mientras las luces seguían apagándose a nuestras espaldas, como si la noche nos persiguiera.
Intenté detenerme, pero su fuerza era descomunal. Algo en su expresión había cambiado. Sus ojos antes chispeantes ahora eran pozos oscuros, su piel palidecía bajo la tenue luz que quedaba.
—No debería estar aquí… —susurró.
Su voz tenía un matiz diferente, más grave, más hueco. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿De qué hablas? ¿Quién no debería estar aquí?
Se detuvo y me miró fijamente. Y fue en ese momento cuando lo vi: su sombra no estaba.
Mi corazón se detuvo un segundo. Miré a mi alrededor. Todo seguía exactamente igual, salvo por un detalle aterrador: él era el único que no proyectaba sombra bajo la luz intermitente de la última farola encendida.
—Quédate aquí. No te muevas. Pase lo que pase, no me sigas.
No me dio tiempo a responder. Dio un paso atrás, y la penumbra lo engulló como si nunca hubiera estado allí.
El silencio volvió a asentarse, espeso, absoluto.
Miré a mi alrededor. Las luces habían vuelto, el parque parecía el mismo de siempre. Pero él ya no estaba.
Tardé varios minutos en atreverme a moverme. Un impulso irracional me hizo mirar al suelo, buscando su sombra, como si así pudiera confirmarlo.
No estaba.
Al día siguiente, volví a su casa y cuando llamé a su puerta, no me abrió nadie. Un vecino me vio y se acercó con el ceño fruncido.
—¿A quién buscas? —preguntó.
—A él —balbuceé su nombre señalando la puerta de enfrente.
El hombre me miró como si hubiera dicho algo absurdo.
—Eso no es posible. Esa casa lleva vacía años. Él murió hace tiempo.
El suelo se desvaneció bajo mis pies.
Saqué el móvil con manos temblorosas y abrí nuestros mensajes. Ahí estaban. Todas nuestras conversaciones. Las bromas de la noche anterior. Las fotos de la cena.
Miré la casa. Las ventanas estaban cerradas con tablones viejos y la puerta tenía una gruesa capa de polvo.
Mi corazón latía con furia.
Porque anoche yo había estado allí. Con él. Habíamos reído, nos habíamos mirado a los ojos.
Baje a la calle sintiendo que mi cabeza iba a reventar.
Apenas me atreví a dar un paso hacia adelante, pero el aire, antes fresco, ahora estaba denso, cargado. Como si algo hubiera quedado suspendido en el espacio.
Mis pasos resonaban de manera extraña, vacíos, como si no pisara la tierra, sino algo intangible. Alguien me miraba.
El móvil vibró en mi bolsillo.
Abrí los mensajes con manos temblorosas, y algo en mi interior me dijo que no debía hacerlo.
Los mensajes estaban ahí, pero ya no parecían reales. El texto estaba distorsionado, las fechas alteradas, las horas confundidas.
Había una última foto: un primer plano de un rostro. Mi rostro, pero sin sombra.
Algo se rompió en ese momento. El aire se cortó. Yo no era quien pensaba ser.
Y ahora…
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