6 de octubre de 2024

Viaje



La última vez que visité el pueblo noté que había cambiado su olor.
 
Puede parecer una tontería, pero cuando llegué a la estación y recogí la maleta, miré varias veces el letrero de las taquillas donde se anunciaba el nombre de la población, como si necesitara cerciorarme de que realmente estaba en mi destino.
 
Solo percibía ese olor neutro de los pueblos de paso. Un olor que huele a todo y a nada, a algo permanentemente provisional. Como si la esencia de ese lugar se hubiese diluido en el tiempo, como si las calles, las casas y los campos hubieran perdido su identidad, y con ello, yo perdía la mía también.

Tuve cierto desasosiego, como si formara parte de un decorado en el que conozco el preciso lugar donde debo situarme, pero, en el último instante, me cambiaran de sitio, dejándome desubicado.
 
Hacía más de doce años que no volvía allí.
 
Aunque durante todo este tiempo mi relación con el pueblo había sido escasa, yo seguía sintiendo que algo me arraigaba directamente con ese suelo que ahora pisaba de nuevo. Era como si en algún rincón escondido hubiera una raíz, aún viva, que seguía aferrada a esa tierra, a esos paisajes, a esas calles que conocía de memoria. 
 
Siempre me ha resultado chocante el sentimiento que provoca en las personas el alejamiento de su tierra. Pero ahora me encontraba en la estación del tren, pensando en cuánto había añorado aquel aire y aquellas nubes. Aquel cielo grisáceo que, lejos de entristecerme, me daba una extraña sensación de calma, como si al observarlo pudiera leer el tiempo, lento y constante, que había pasado. 
 
A veces, el tiempo transforma lo que sentimos. Lo que una vez nos resultó insoportable, con los años, se convierte en algo nostálgico, en una añoranza que nos llama sin palabras. Era víctima de mis propias contradicciones. Alguien, como yo, que se ganaba la vida ayudando a los demás a entenderse o a encontrar claridad en sus caminos, estaba ahí sumergido en un mar de dudas.
 
Con toda sinceridad, hacía muchísimo tiempo que había abandonado la idea de regresar aquí. Nadie puede tener atados todos los cabos de su destino, pero creo que vivía con la completa convicción de que manejaba la situación, de que ese era un tema zanjado para el futuro. Lo había decidido casi sin pensarlo, cerrando una puerta en mi mente y dejándola en el olvido, sintiendo un enorme alivio.
 
Sin embargo, la vida siempre muestra alguna pequeña hendidura por donde se cuelan la sorpresa y lo imprevisible. Una brecha imperceptible que el tiempo y las circunstancias van agrandando sin ser conscientes de ello. Hasta que, de repente, todo se desmorona y te ves empujado a lo que nunca imaginaste. Y mi grieta se abrió repentinamente.
 
Los acontecimientos se sucedieron con una velocidad que hacía imposible asimilar un cambio cuando ya se había producido otro. Era como si el mundo girara más rápido de lo normal, y yo no pudiera seguir el ritmo, quedando rezagado, atrapado en una confusión constante. La vida había cambiado el guion sin previo aviso. 
 
La llamada inesperada.
 
La noticia que llega sin avisar.
 
Un evento que sacude tu vida como un vendaval que arrastra como hojas los fragmentos de lo que creías seguro.
 
Regresar al pueblo se convirtió en una necesidad más que en una elección. Como si ese sitio, que una vez abandoné, fuera el único capaz de proporcionarme respuestas a preguntas olvidadas.
 
Ahora, mientras caminaba, todo me parecía familiar y extraño a la vez. 
 
Las casas seguían en su lugar, pero no eran las mismas.
 
Las esquinas, las tiendas, los árboles parecían vestirse de una pátina diferente, de una capa de tiempo que yo no había vivido, pero que me afectaba. Era como si el pueblo y yo hubiéramos envejecido juntos, cada uno en su propio rincón del mundo, dándonos la espalda.
 
El tiempo no solo me había transformado a mí. Los rostros que una vez conocí aquí, las personas que compartieron conmigo los primeros años de mi vida, también habían seguido su propio curso.
 
Probablemente muchos ya no estarían. Otros seguirían aquí, pero sus vidas habían seguido un camino que ya no se cruzaba con el mío. Me pregunté si ellos también sentirían esa sensación de desconexión al verme. Si, al igual que yo, se preguntarían si alguna vez fui parte de este lugar o si solo había sido una sombra pasajera.

Llegué a la plaza.
 
Aquel lugar, con la fuente de piedra, seguía siendo el corazón del pueblo. Ya no manaba agua de sus figuras. Me acerqué y pasé mis dedos por la superficie rugosa. Me pregunté si la fuente, al igual que yo, se sentía desgastada por el paso de los años.
 
Me senté en uno de los bancos que rodeaban la plaza, dejando que el aire de la tarde me envolviera. Cerré los ojos para conectar con ese lugar, con la versión de mí que alguna vez vivió aquí, que alguna vez soñó con escapar, y que ahora, tantos años después, regresaba buscando algo que ni siquiera sabía nombrar. 
 
Tal vez, simplemente, necesitaba estar aquí para entender que el pasado no se puede borrar ni ignorar, sino que se lleva dentro, enraizado, perenne como aquella fuente en medio de la plaza. 
 
Me di cuenta de que el tiempo transforma no solo los lugares, sino también a quienes los habitan, a quienes los abandonan y a quienes regresan. Me había ido de este pueblo persiguiendo una versión de mí mismo que, con el tiempo, se desdibujó, se convirtió en algo que apenas reconocía. El yo que había soñado con salir de aquí a toda costa, con escapar de la sensación de ahogo, ya no existía. 
 
Y en ese instante, mientras las sombras se alargaban y las primeras luces del atardecer pintaban el cielo de tonos naranjas y rosados, comprendí que tal vez el pueblo no había cambiado tanto como yo pensaba. Quizás lo que había cambiado, al fin y al cabo, era yo.

© Texto e imágenes. Sgn. 2024

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