5 de enero de 2025

Navidad

 


Abrimos la oficina. Son las ocho de la mañana, y el aire aún está impregnado de esa calma extraña que traen los días casi festivos. Todo está en silencio, como si el mundo hubiese decidido detenerse un momento para respirar.


Sabemos que será un día corto, lleno de compromisos y rituales que se repiten año tras año, como una costumbre que ya ni cuestionamos.

Es de noche todavía. El cielo, perezoso, no muestra ni un atisbo de luz.


Entonces lo veo.


Un niño, muy pequeño, de apenas dos o tres años, camina solo por la calle con paso tranquilo. Pijama de muñecos, descalzo y con chupete.

La escena me deja helado.


Digo en voz alta, casi sin darme cuenta:


—Un niño...


Salgo corriendo hacia él, y en el aire gélido me siento más despierto que nunca. Miro a mi alrededor, esperando ver a alguien que lo acompañe, pero no hay nadie. Solo él, bajo la tenue luz de las farolas. 


Mis compañeros también salen de la oficina, todos con la misma expresión de asombro tatuada en la cara.


Lo cojo en brazos. Está frío, como una pequeña escultura de mármol. Lo aprieto contra mí para darle calor mientras volvemos adentro.


—Traed algo para taparlo —ordeno entrando de nuevo en la oficina.


Uno de mis compañeros llega con un par de abrigos. Lo envolvemos con cuidado, intentando que el pequeño no pierda el poco calor que le queda. No llora. Ni siquiera parece asustado. Nos mira con unos ojos inmensos mientras intentamos procesar lo que está pasando.


—Hay que llamar a la policía —digo con el susto aún en el cuerpo. No sabemos de dónde ha salido este niño.


Un teléfono suena mientras la cristalera de la oficina empieza a llenarse de curiosos. Es raro, porque aún no hemos abierto, pero ya hay gente que se arremolina en la puerta, murmurando al ver al pequeño en pijama, cubierto con los abrigos. Algunos preguntan si el niño está bien, si necesita algo. El ambiente se vuelve confuso en cuestión de minutos.


Finalmente, llega la policía. Nos preguntan qué ha pasado, y le cuento lo sucedido con voz temblorosa, como si narrara una historia ajena. Los agentes nos dicen que van a preguntar por los alrededores, a ver si hay alguien buscando al niño.


Pero no les da tiempo a salir de la oficina.


Casi en el mismo instante, como si el revuelo en la puerta hubiera llamado su atención, aparece una pareja. Los padres.


La madre viene corriendo, gritando entre lágrimas:


—¡Mi niño! ¡Mi niño!


La escena nos desborda de emociones.


El padre intenta calmarla, pero él mismo está alterado, al borde del colapso.


Nos cuentan que el pequeño salió solo de la cuna, abrió la puerta de la casa y bajó las escaleras hasta la calle. Ninguno lo entendemos del todo. ¿Cómo puede un bebé salir así, sin más? Parece imposible, pero hay hechos que por increíbles que parezcan, se producen.


Poco a poco el ambiente se va calmando. Los padres se llevan al niño en brazos, cubriéndolo con sus propios abrigos, y la policía se retira, después de asegurarse de que todo está en orden. La oficina recupera el ritmo, aunque el aire sigue cargado de incredulidad y estupefacción.


Miro alrededor y noto que mi jefe no está con nosotros. Me giro hacia su despacho y lo veo ahí, sentado en su mesa, con el rostro entre las manos.


Está llorando.


Y no sé por qué, pero esa imagen me golpea más fuerte que todo lo demás.


Tal vez sea el contraste o la mezcla de emociones que el día ha traído consigo. O quizá sea pensar en lo frágil que puede ser la vida, lo efímero que resulta el equilibrio entre la felicidad y el dolor. En cualquier caso, no digo nada. Me quedo ahí, observando en silencio, tratando de asimilar lo que acaba de ocurrir.


Y en medio de toda esa extrañeza, siento que hay días en los que la vida, sin previo aviso, se cuela por la puerta para recordarnos lo que creíamos olvidado.


© Texto e imágenes. Sgn. 2025


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