Catalina presionó el botón del ascensor con insistencia, como si al hacerlo pudiera acelerar el tiempo. El piloto se iluminó al fin. Se retrasaba y qué. Aquel tipo de detalles, insignificantes para ella, eran motivo de murmuraciones para otros. Nadie se atrevería a cuestionarla.
—¿Qué soy mala? ¡Qué sabrán esos de maldad!, pensó, mientras la puerta del ascensor se deslizaba hacia un lado, revelando un espacio lleno de miradas disimuladas.
Las dos secretarias la saludaron con una sonrisa cautelosa. Los dos rostros, pálidos y estirados, apenas lograban ocultar la tensión. Catalina sabía que la llaman la dañina.